Una tarde, Alexander lee una historia inconclusa mientras sostiene la mano de Laura entre las suyas. Entonces, siente un pequeño y casi imperceptible movimiento. Abre los ojos con asombro: los dedos de Laura han rozado los suyos. Alexander se aferra a esa chispa de esperanza.
Otro día, otra noche...
—¿Me escuchas, dormilona?
Pero en los días siguientes no hubo cambios. Ningún gesto, ningún movimiento involuntario.
Hasta que llegó una llamada de su padre, desde el extranjero. La relación entre ellos nunca fue buena: jamás aprobó su noviazgo con Laura. Para un abogado prestigioso, no era digno que una profesora de enseñanza básica conquistara el corazón de su hijo. Esta vez, sin embargo, la noticia era grave: su madre estaba enferma y debía ir a verla.
Alexander toma la mano de Laura y murmura:
—Lo sé... me dirías que vaya, que vea a mi madre y que me reconcilie con mi padre.
El invierno llegó demasiado pronto.
Daniel y Ruth le prometieron mantenerlo informado y cuidar de Laura. Esa misma noche, tomó un taxi rumbo al aeropuerto con la esperanza de regresar lo antes posible.
A la mañana siguiente, Ruth realiza los chequeos de rutina. Revisa, anota, ajusta las máquinas. Antes de salir, suspira frente a la paciente inmóvil.
—No sé si me escuchas... pero él nunca se ha rendido. Alexander vive aferrado a una sola esperanza y tú... tú sigues aquí, dormida. Ya despierta, muchachita tonta. (Sonríe con ternura). En realidad admiro su historia de amor... despierta y hazlo feliz.
Se sobresalta al voltear: Daniel está en el umbral de la puerta.
—No te rías —dice ella, ruborizada.
—No me río de ti. Solo me alegra saber que tienes corazón.
Ruth frunce los labios. —Muy gracioso.
Mientras tanto, Alexander llega a la casa de sus padres, Alfonso y Nora. Ella lo abraza con fuerza; él le pide que se calme, que no se agite.
—Pensé que me iría sin verte —dice su madre con voz quebrada.
Alexander le toma la mano.
—Descansa, estaré aquí cuando despiertes.
Los ojos de Nora brillan.
—¿Eso significa que no te marcharás? ¿Te quedarás con nosotros?
Alfonso interviene complacido:
—Claro que sí, querida. Nuestro hijo no se irá.
Más tarde, en otro rincón de la casa:
—Me iré en cuanto ella mejore —explica Alexander.
Alfonso lo mira con severidad. —¿Cómo puedes pensar en marcharte tan pronto? ¿No ves el estado de tu madre?
Alexander respira hondo.
—Está bien, me quedaré algunos días.
En ese tiempo, Nora sonríe, habla de las travesuras de su hijo cuando era niño.
—Te ves mucho mejor —le dice él.
—Es porque estás aquí. Ninguna medicina me hace tanto bien como tu compañía. Con el tiempo me recuperaré por completo, ya lo verás.
Alexander intenta sonreír, pero se atreve a mencionarla:
—Sabes que Laura...
Ella lo interrumpe con un gesto de fastidio.
—No quiero hablar de ese asunto. Es increíble que aún sigas con ella, en ese estado. Está más muerta que viva.
Él contiene la rabia.
—Veo que te sientes mejor: ya volviste con tus comentarios de mal gusto.
Ella finge un dolor súbito. —Mis medicamentos están en ese cajón.
Alexander la ayuda, le acerca agua y promete hablar con el médico. Nora se niega con firmeza.
—No quiero hablar de eso. Solo quiero disfrutar de tu compañía.
En ese instante, una joven golpea suavemente la puerta.
—¿Puedo pasar, señora Daggett?
Nora sonríe con entusiasmo. —Claro, hija. Siempre eres bienvenida. Seguro recuerdas a mi hijo. Si no me falla la memoria, ustedes fueron novios.
—Angélica... —murmura Alexander.
—¿Verdad que se ha convertido en una mujer hermosa? —añade su madre.
Angélica lo toma del brazo. —Aún está aquella fuente de soda a la que solíamos ir. Tengo tantas cosas que contarte... y estoy segura de que tú también.
Más tarde, tras escuchar a Alexander hablar de Laura, Angélica suspira:
—Es un amor tan bonito...
Él sonríe con tristeza. —Cuento las horas para regresar, pero no puedo dejar a mi madre en este estado.
Angélica ríe con ironía.
—Tu madre está más sana que tú y yo juntos.
Alexander la mira, desconcertado. Ella explica que su padre es médico y que Nora no padece ninguna enfermedad mortal.
La verdad estalla: Alfonso y Nora habían mentido para retenerlo. Nunca aceptaron a Laura por su origen humilde ni el camino de escritor que había elegido.
Sin escucharlos más, Alexander toma un taxi rumbo al aeropuerto. Pero los vuelos estaban cancelados: la tormenta se cernía sobre la ciudad. Pasó esa noche —y las siguientes— en un hotel, sin poder comunicarse: las señales habían caído.
Solo podía esperar, mientras las gotas gruesas de lluvia golpeaban con furia las ventanas. Y en medio del estruendo, su único pensamiento era ella.