Historias de terror

La promesa de Cristopher Rod (II)

No encontró sosiego hasta que más tarde se le ocurrió marcarle a Cristian. Había bebido mucho y él lo trajo a casa, era todo. Sintió un profundo alivio al saberlo, pero al instante siguiente se sintió decepcionado, rayos, todo sería más fácil si ella, simplemente, no existiese.

Fue a la escuela sin ánimos, impelido por su madre, y pasó una tarde espantosa. La cabeza le dolía de forma horrible y, antes de que las clases terminaran, ya se había pasado por la garganta hasta cuatro sodas y varias botellas de agua pura. Si a eso le sumabas la continua presencia en su mente de Annie abrazada con el otro tipo, bueno, basta decir que Cristopher tuvo una de sus peores tardes.

Pero la cosa no terminaba allí.

Mientras regresaba cabizbajo a casa, renegando de todo lo bueno y malo del mundo, distraído y molesto, en una de esas ocasiones que levantas la vista para mantener el rumbo, la vio. Llevaba puesto su uniforme escolar, los botones de la blusa sueltos y la falta bastante más arriba de la altura de las rodillas. El malestar de Cristopher aumentó, sobre todo por esos saltos que da el corazón en esas ocasiones, pero no aumentó mucho, de por sí se encontraba lo suficientemente molesto. Annie llevaba la vista fija en el teléfono celular, pasó a su lado, casi rozándolo con el vuelo de la falda, pero sin percatarse de su presencia. Cristopher se mantuvo rígido, digno, las lágrimas le escocían en los ojos, y la idea de abalanzarse sobre ella y molerla a golpes se le cruzó por la mente, bastante intensa esa vez; de molerla a golpes o abrazarla con fuerza y nunca soltarla. Por fin empezaba a comprender cuan frágil es la línea entre el amor y el odio.

Pero no hizo nada. Contuvo las lágrimas con pundonor y sintió un enorme deseo de tomar una cerveza. Aquél era un deseo que no iba dejar de aplacar.

Los siguientes días parecían indicar que el destino se había revuelto en contra de Cristopher. Extrañaba mucho a Annie, la amaba. Por ratos sentía deseos de llamarla, y decirle cuán profundos eran sus sentimientos, pero entonces la recordaba del brazo de otro, y esos arrebatos de amor sincero pasaban a ser sentimientos de odio y rabia, entreverándose de tal modo que cada vez se convencía más y más que todo sería más sencillo si ella no existiese.

Lo peor de todo es que a veces sentía que no era él quien guiaba sus pasos, ni tampoco sus pensamientos.

A veces, mientras estaba sentado a la mesa, comiendo, masticando mecánicamente, con la mente en blanco, su madre muy preocupada le preguntaba qué ocurría. Entonces Cristopher descubría que apretaba con fuerza el cuchillo y rechinaba los dientes, y vagamente recordaba que a quien estrangulaba era a Annie. A Annie, no a su novio. Muchos, en una situación similar, deciden odiar al tercero, pero Cristopher estaba seguro que ese tercero no habría encontrado sitio si esa segunda persona, en este caso Annie, no lo hubiera permitido. De esta manera Cristopher apenas pensaba en el muchacho que la abrazaba allá en la confitería. No, la culpable de su dolor, la pérfida, era Annie. Si alguien merecía su odio era ella.

Lo peor de todo es que a su regreso de clases, no siempre tomaba el camino habitual, situación de la cual las más de las veces no era consciente. Y siempre terminaba topándose con Annie; no importaba si se desviaba un par de calles a izquierda o derecha, el resultado era el mismo, siempre se la encontraba. A veces iba sola, regresando del establecimiento en el que ella estudiaba, en esas ocasiones lo ignoraba, fingía no verlo, o quizá, efectivamente no lo veía. En otras lo acompañaba el otro tipo, a veces a pie, a veces en su lujosa moto, siempre muy acaramelados, muy felices, ignorantes de su tristeza, aunque más que seguro, conscientes de ello, y, o eran felices haciéndolo sufrir o no les importaba un céntimo.

Y el odio en su interior crecía exponencialmente con cada encuentro. Y sus fantasías acerca de su muerte eran cada vez más frecuentes. También más frecuentes eran sus borracheras. Él, un muchacho aplicado y seguidor del orden y el respeto, de pronto era un ebrio, desobedecía las reglas de sus padres, y hasta llegó a faltarles el respeto en un par de ocasiones. Pero sabía que la culpa de todo la tenía Annie, Annie y ese maldito destino que insistía en hacer que se encontraran una y otra vez. Y con cada vez que la veía, Cristopher sentía un nudo en la garganta, su corazón se detenía, y se sentía el ser más miserable del mundo, y, a decir verdad, quizá no estaba lejos de serlo.

Así fue como empezó a germinar su plan maestro, un plan que concordaba con la promesa que había hecho ese primer día de ruptura, esa promesa en la que juraba que no la dejaría ser de ningún otro. Al principio pensaba resolver tal promesa haciéndola volver con él, o como último recurso, había planeado acosarla y fastidiarla de tal modo que no tuviera ocasión para pensar en alguien más. Pero por supuesto, esas habían sido fantasías de niño. Pues desde que empezaron a tener lugar esos encuentros continuos, una idea más radical iba tomando forma en su cabeza. Cuando pensaba mucho en ello agitaba con brío la cabeza, tratando de apartar esos pensamientos de su mente. Pero al rato volvía a lo mismo, como impelido o guiado por algo más allá de su comprensión.

En una ocasión se puso a analizar que en realidad lo que lo hacía sufrir y ser tan desdichado no era precisamente la ausencia de Annie, sino más bien el imaginarla con otro. Porque a cada rato pensaba en ella, a veces recordaba esos momentos tan dichosos que habían compartido, pero las más de las veces la pensaba junto al otro tipo. La imaginaba dándole esos besos que en otro tiempo habían sido para él, la imaginaba abrazándole, la imaginaba sonriendo y brincando de felicidad cuando él le obsequiaba algo, y lo más cruel, la imaginaba en la cama, dándole lo que él nunca había obtenido.




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