Estaba amaneciendo cuando Nelson llegó a su departamento.
Poco antes, mientras conducía por la Alameda de Santiago, aprovechó de llamar a Jenny. Si quería dormir con ella, debía pagar. Era curioso como la moda de algunas pelotudeces traducidas, resultaban más ridículas aún. Y es que Jenny era una escort, la manera bonita de llamarle puta a una puta en la actualidad. O al menos en internet.
El tono de su celular marcaba ocupado, así que la llamó al teléfono de su casa. Tampoco hubo respuesta. Pensó en dejar un mensaje de voz, pero no quiso parecer insistente. A decir verdad, no estaba lo suficientemente excitado como para tener sexo de madrugada. Es más, no quería sexo en lo absoluto. Quería dormir en sus senos desnudos, tan sólo un poco. Jenny era friolenta y él lo contrario. De ponerse pijama, sudaba demasiado. Para estar juntos en inviernos, como ese julio del 2015, se acostumbró a ponerse un polerón delgado. El resto de su cuerpo desnudo, excepto por las calcetas de tela. De esa forma ella, al despertar por las mañanas, y si así lo quería, no tardaba demasiado en despertarlo mientras lo masturbaba
Pero de pronto, su mente se volvió a los tajos de Silvia en su espalda. Las luces nocturnas de la capital desfilaban como un mar de luciérnagas fugaces, apenas pálidas, y penetraban su vehículo. En la guantera había guardado los cigarros. La abrió. Prendió el encendedor del Ford y esperó a que se calentara. Uno o dos taxis pasaron por el otro lado de la calle a toda velocidad, pero no fue capaz de oír su rugido. Estaba en la esquina con San Diego, cuando el encendedor hizo el ruido de un disparo hundido. Lo quitó y acercó el Pall Mall que ya tenía en sus labios fríos. Dio una calada y tosió cuando sus pulmones se llenaron. Volvió a llamar al celular de Jenny y esta vez contestó. También oyó la voz de otro hombre tras ella que le exigía algo que no pudo comprender, sin embargo ella lo llamó por Juan. Lo ignoró, y dijo que esa noche quería estar con ella. Jenny preguntó que en cuánto rato quería que llegara y Nelson respondió que en cinco minutos.
-De acuerdo -dijo Jenny, mientras el otro cliente, Juan, seguía diciendo cosas que Nelson no adivinó-. Llego en media hora a tu departamento.
El departamento de Maldonado era bastante común, pero era sabido en la agencia que un policía no necesitaba de demasiados lujos. Se suponía que hubo un comandante en los ochenta que era reacio a vivir sin la comodidad de tantos placeres, de modo que se llenó de ellos. Dos casas, varios autos, varios baños... hasta se daba el lujo de comprar cuadros de pintores italianos y gringos. El más famoso, y lo que daba un poco de credibilidad a la historia, era uno de Frank Frazzeta, pues ¿quién inventaría algo tan rebuscado? Lo cierto es que el comandante este fue el primero con tal cargo en acabar tiroteado en su propia oficina. De ahí en más, los agentes se han mantenido en las sombras de la comodidad de lo de vivir cómodo y nada más, por miedo a una suerte de mal augurio que, por alguna razón, todos creían. Apenas en la entrada del departamento, se ubicaba el living comedor de Nelson y a la izquierda una pequeña cocina americana pintada con color chocolate. Arriba de esta, había instalado una rejilla metálica desde donde colgaba sus copas. El living estaba decorado con plantas plásticas que hacían juego con la mesa de centro de vidrio que había en medio de los sillones oscuros. En el fondo, estaba su habitación. El baño era la línea del Ecuador entre el living y la habitación. Fue al baño donde se dirigió una vez que entró.
Estaba helado allí dentro, pero debía mirarse. Sentía la necesidad de hacerlo. Al menos un poco antes de que llegara su amiga. Se quitó el chaquetón empapado y lo colgó. La chaleca y la camisa las dejó encima del váter y los pantalones también. Entonces, desnudo como estaba, se miró al pequeño espejo, espejo que sólo reflejaba la mitad de su cuerpo. Con eso bastaba. Con eso bastaba desde ya hacía años. Tomó una toalla y se la pasó suave por la espalda. Un dolor lo consumió, pero siguió secándose la sangre. Hizo lo mismo para su entrepierna. Justo bajo sus testículos, había ahora un ardor que daba lugar para un pequeño hilillo de sangre. Se metió a la ducha y el agua caliente lo limpió. Usaba siempre una toalla para verificar si sangraba y, si era así, siempre el vapor y el agua caliente de su ducha se encargaban de limpiar su cuerpo. Dolía mucho, más ahora, pero no podía dejar mayores rastros.
Salió de la ducha y se colgó una toalla limpia y seca a la altura de la cintura. Volvió a mirarse al espejo y esta vez se volteó un poco, sólo quería asegurarse. Las heridas de Silvia estaban en su espalda, como una herida pasada, pero herida que él era capaz de sentir como si fuera propia. Sí, pensó, si es mía. Yo la he adoptado.
Esa noche durmió con Jenny y se acomodó en sus senos. Se sentían como almohadas de porcelana, tal como pasaba cuando los dolores ajenos lo invadían. Y el vaivén de su respiración, más el lejano latido de su corazón, lo ayudaron a encontrar paz.