Fabio se veía inusualmente nervioso y tenía pinta de no haber dormido demasiado. En mi cabeza retorcida imaginé que se estaba tirando una canita al aire mientras Irina corría con los preparativos de la boda. Creo que por eso lo volví a abrazar, como para que se diera cuenta que no me importaba nada que no fuera él. Ni Irina ni el cuerno que le estuviera metiendo. Yo lo iba a seguir queriendo igual, y obviamente, no iba a decir una palabra a nadie.
—¿Estás apurado? —me preguntó.
Iba justo de tiempo, como siempre, pero imaginé que si me preguntaba de esa forma era porque tenía ganas de charlar un rato conmigo. Y yo, la verdad, lo había extrañado esos últimos tiempos. Llevaba rato sin verlo.
—La verdad que sí, pero podés acompañarme al negocio si querés y tomamos un café mientras abro. Hernán va a llegar más tarde porque ayer falté y.... Bueno ¿venís?
—Sí, dale.
¿Y su trabajo?
No pregunté.
El subte a esa hora, por supuesto desbordaba de gente, todo el mundo iba hacia el bajo de la ciudad. Nos ubicamos como pudimos y quedamos frente a frente, agarrándonos de los caños, cerca de la puerta.
Fabio estaba igual que siempre pero noté su mirada cansada, las ojeras oscurecidas y me pareció algo más flaco.
—No dormiste nada —dije sonriendo apenas, mientras él bostezaba.
—No. La verdad que no. —Hizo una pausa en la que me escudriñó con atención—. Irina y yo terminamos —largó después de unos segundos. Abrí los ojos como dos huevos fritos.
—¡¿Cuándo?!
—Hace como un mes.
—¿Y ya encontraste reemplazo? —inquirí socarrón.
El hizo una mueca desganada. —No es lo que pensás.
—¿Ah, no? Pero si fuiste a lo de una amiga, anoche...¡pillín!
Mi hermano levantó las cejas. Habíamos llegado a la primera estación, tuvimos que apretujarnos bien para que entrara más gente porque sólo se bajaron dos o tres. Nos empujaron más hacia el centro del vagón.
—¿Seguís en Gambo? —preguntó como para cambiar el tema.
—Ahá. Y al paso que voy, creo que voy a morir ahí.
—¡No seas zapato! ¿Empezaste a estudiar?
—¡No puedo, boludo! ¡Sale carísimo!
—Yo te lo pago.
Sonreí porque me provocaba ternura; siempre quería ayudarme. Sólo una vez no estuvo cuando lo necesité... Pero él no sabía...
Mi hermano estaba en líos, lo intuí. No era sólo lo que me acababa de contar, que había terminado con Irina. Lo conocía. Se lo veía en la cara.
—No, gracias —le dije, palmeándolo en el brazo—. No puedo largar el laburo, hay que pagar un alquiler.
—Bueno, pero buscate algo de medio día, como para ayudar a tu vieja. Y después te ocupás de estudiar. ¡Dale, boludo! ¡Aprovechá que después te podés ir a cualquier parte del mundo con éso!
—¡Si sos bueno! Si sos mediocre, terminás de cocinero en un barsucho de mala muerte.
Yo quería ser chef. Hacía años que se me había instalado la idea en la cabeza. A pesar de no ser muy de meterme en la cocina, disfrutaba mucho cuando lo hacía. Y me salían cosas muy ricas.
—¡Vas a ser el mejor! Dale, en serio. Yo te pago los estudios.
—Bueno, después te aviso. Ahora contame, posta. ¿Cómo te sentís con lo de Irina?
—Bien.
—¿Y ella?
Encogió los hombros.
—No me interesa. ¿En qué estación bajamos?
—Entre Ríos. ¿Qué, vos la dejaste?
Asintió mordiéndose los labios y mirándome fijo. A cada minuto estaba más convencido que había algo que quería contarme y no encontraba la forma.
—¿Pero qué? ¿Encontraste otra?
—Después te cuento. ¿De verdad vas a estar sólo en el local?
—Sí. Hasta que llegue Hernán, sí.
—Bueno, mientras tomamos el café que me prometiste te cuento.
—¿Seguís laburando en el Provincia? —Me seguía llamando la atención que no estuviera trabajando.
—No. Renuncié hace unos días. Estoy buscando otra cosa.
—¡¿Renunciaste?! —Definitivamente algo no andaba bien—. Falta que me digas que te vas a la India a «encontrarte» o alguna boludez semejante.
—Algo de eso hay —rió sin muchas ganas.
—¡Naaaa! ¡Boludo! ¿Qué te pasó?
Cruzó el índice sobre sus labios y movió la cabeza para hacerme saber que luego me contaría. Había mucha gente en el subte y se ve que no quería que lo escucharan. Encogí los hombros con resignación. ¡Si nadie lo conocía! ¿Qué tiene que escucharan?
—¡La reputa madre! —exclamó mi hermano al ver que seguía la llovizna, apenas ascendimos a la superficie. El cielo se había puesto negro.
—¡Uh! ¡Dale, corré que ya llegamos! —grité, sacando las llaves de mi campera. El negocio donde yo trabajaba estaba a media cuadra, sobre la avenida Entre Ríos. Abrí rápidamente el candado y quité la puertita de metal, llevándola conmigo. Detrás mío entró Fabio. Me apuré a quitar la alarma electrónica y en cinco minutos teníamos el local abierto. Otra vez llovía a cántaros.
El celular sonó en mi bolsillo, era Hernán diciéndome que se tomaba el día en venganza por mi faltazo de ayer. Ya había hablado con Serrano —el dueño— y estaba todo bien. Igual estábamos casi a fin de mes y, entre el frío y la lluvia, los únicos que salíamos a la calle, éramos los pobres que teníamos que trabajar, nadie salía a comprar. Difícil que entrara alguien. Le mandé un miserable «Ok», preparé café en la cocinita que estaba al fondo y traje dos tazas mientras mi hermano se entretenía revolviendo los jeans y las camisas. Me dí cuenta que llevaba puestas unas zapatillas carísimas y que eran bastante nuevas.
—¡Qué buenas llantas! —exclamé.
—Me indemnizaron en el laburo —explicó, restando importancia al asunto.
—Vení —dije—, sentate acá y contame.
Nos arrinconamos detrás del pequeño mostrador donde estaba la caja que yo había encendido y marcado mi código —para demostrar que a las ocho ya estaba presente—. Si luego entraban clientes, marcaría alternativamente mi número y el de Hernán, como seguramente él lo habría hecho él el día anterior. Así nos cubríamos.
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Editado: 04.11.2019