Intenté ahogar mis penas en alcohol, pero las condenadas aprendieron a nadar.
—Frida Kahlo
Estiré el brazo hasta alcanzar el rostro plano de aquella chica. Su cabello era desastroso: ondulado en su mayoría, porque si te fijabas bien podías ver mechones lisos y otros rizados. La gente no solía opinar sobre él. En fin, para decir que parecía un espantapájaros, mejor guardárselo ¿no? Lo que sí elogiaban era el color rubio apagado. No era un rubio potente, y tampoco era un castaño corriente. Era como un punto intermedio.
Mi mano chocó con el espejo y la aparté de mi reflejo para acomodarme mejor el pelo.
Dios, sí que parecía un espantapájaros.
Me estaba preparando porque al final me había dejado convencer por Donna y Héctor para ir a la fiesta. He de mencionar que no iría de no ser porque el final de Todo lo que nunca fuimos me había dejado algo exhausta. Bueno, y también porque todavía no tenía la segunda parte.
Di unas cuantas vueltas para ver qué tal me quedaba la ropa que me había puesto. Llevaba unos pantalones largos de verano de color caqui y un top corsé azul con mariposas. No lo había llevado nunca, pero Donna había insistido en que me lo pusiera para ir a la fiesta porque <<me quedaba de infarto>>.
Miré mi reloj. Casi las diez y diez minutos.
Ups.
Habíamos quedado a en punto en mi puerta.
Me calcé rápidamente con unas sandalias de tacón blancas, cogí un bolso y bajé corriendo las escaleras de mi casa.
—¡Nusa! ¿A dónde vas? —Chilló mi madre desde la cocina al oír que metía las llaves en la cerradura.
Mierda. Se me había olvidado avisarla de que iba a salir tan tarde. Y, claro, no estaba acostumbrada. Hasta a mí se me hacía raro.
Caminé hacia la cocina a paso rápido.
Donna me iba a matar. Y solo Donna porque Héctor era una estatua cara muerta a la que se la sudaba todo. Seguro que me diría algo, pero en verdad le daba igual. Donna, en cambio, amenazaría con hacerme el Pinan Shodan (alguna llave o algo así que había aprendido en Kárate), o directamente me la haría de verdad. Ya me la hizo una vez y no era nada agradable. A pesar de que no me había llegado a dar, su expresión me había acojonado bastante, por no mencionar los gritos que pegaba.
Menuda sociópata.
Llegué y me quedé en frente de le encimera; detrás de ella mi madre estaba sentada en una silla tecleando algo en su ordenador.
Se quitó las gafas y me miró.
—¿A dónde vas tan tarde? —Preguntó otra vez.
—He quedado para dar una vuelta con Donna, el primo y algunos amigos suyos. —Hablé con una mueca. Esperaba que me dejara, pero tal y como estaba de humor estos días no lo veía muy factible. —Se me había olvidado decírtelo. —Añadí arrepintiéndome al instante.
Mi madre levantó una ceja y puso la mítica cara de <<sí, sí, ya, lo que tú digas>>.
—Bueno, ve, pero mañana no sales. —Habló volviéndose a poner las gafas queriendo dar por terminada la conversación.
Apreté los labios en una línea sabiendo que si rechistaba no me dejaría salir ni hoy ni mañana ni nunca.
—¿Por qué? —Dios, Nusa, mejor cierra la boca por una vez en tu vida, jodida suicida.
—A ver si no dejándote salir te centras en lo que te tienes que centrar, ¿eh? Que no te queda tiempo para decidirte. —Dictó con seriedad y con enfado a la vez.
—Vale. —Salí de la cocina rápidamente. No quería hablar de ese tema ahora porque terminaría arruinándome la noche.
Lo cosa era que teníamos que mandar solicitudes a las universidades. Y ya. No me quedaba tiempo. Solo unas pocas semanas. Y ni siquiera sabía qué quería estudiar. Mi madre en vez de ayudarme solo presionaba. Y presionaba. Y presionaba hasta que el tema se había convertido en un dolor de cabeza y en algo en lo que evitaba pensar. Sí, todo lo contrario a lo que debería estar haciendo.
Cerré la puerta de mi casa tras de mí, y un aire fresco, pero agradable, propio de los primeros días del verano, me golpeó el rostro.
Recorrí el caminito de piedras que dividía el césped en dos hasta llegar a la puerta de la verja.
Donna y Héctor me esperaban apoyados en el capó del coche de este. Parecían discutir sobre algo.
—Eh. —Hablé para llamar su atención. Ellos se giraron al instante. —¿Qué pasa? ¿De qué habláis?
—Hombre, por fin te presentas. Anda que ya era hora, eh. Casi se me aplana el culo de esperarte sentada tanto tiempo. —Masculló Donna. Después se paró a mirar cómo iba. —¡Me has hecho caso! Qué increíble. Estás guapísima. —Me guiñó un ojo.
Parecía que se le había olvidado que segundos atrás estaba molesta conmigo por llegar tarde.
—Muy guapa, sí. —Comentó Héctor casi sin mirarme mientras se dirigía a la puerta del conductor. Solté una risita y vi que Donna ponía los ojos en blanco.
—¡Me pido ir de copiloto! Así os pongo musicota. —Exclamó mi mejor amiga sin esperar respuesta y entrando en el coche.
Héctor y yo pusimos una mueca.
Después de haberme sentado y mientras me ataba el cinturón le contesté: —Si pones Melendi me tiro por la ventana y voy andando.
Donna se giró y me miró mal. Antes de que preguntara me adelanté: —No, ni su época vivan los porros.
—Vaya, esas son las mejores.
Donna terminó poniendo un repertorio de Taylor Swift.
—Me sangran los oídos. —Lloriqueó mi primo. Donna estaba cantando mientras pegaba saltos en el asiento.
—Hay que joderse contigo. Las únicas veces que abres la boca es para quejarte. —Se rió ella.
Héctor estiró la mano para apagar la radio, pero Donna le pegó un manotazo.
—No lo intentes una segunda vez si no quieres que te haga una de mis llaves maestras.
—Entonces estarías incumpliendo la primera regla del señor Miyagi. ¿Harías eso? —Habló Héctor fingiendo sorpresa. Donna estaba confusa.
—¿Eh?
—Que solo uses el Kárate para tu defensa. Esa es la primera regla del señor Miyagi. —Intervine.