En el cuartel donde Brett trabajaba era sencillo sentirse como en casa. Pasaba más tiempo allí que en su propio apartamento. Además, había espacios en común como la sala, el comedor o la cocina, donde a menudo cruzaba algún compañero de jornada. El trabajo era agotador, pero el equipo humano se asimilaba a una familia. Regía el compañerismo: siempre se preocupaban el uno por el otro. Durante esas veinte horas que Brett estuvo de turno, más de uno lo había visto algo perturbado. Él respondió que no pasaba nada, pero la cuestión acabó llegando a los oídos del jefe. Eric era un hombre de cuarenta y ocho años que había perdido a su esposa hacía seis meses. No tenía hijos. Así que no podía evitar cuidar a esos muchachos como si lo fueran. En especial a Brett, el más jovén y arriesgado. Le gustaba que el chico tuviera carácter, lo daba todo y no temía equivocarse. Eso lo hacía excelente en su trabajo, especialmente porque tomaba los consejos y aprendía de sus errores.
—Ey, ¿a dónde vas?
Brett, que se dirigía a la habitación del fondo, se detuvo.
—Voy a tomar un descanso —respondió.
—¿Aquí?
—Sí. Por si surge alguna emergencia —se encogió de hombros.
Eric lo estudió con la mirada.
—Llevas casi veinticuatro horas de turno —remarcó—. Vete a casa. Ya trabajaste demasiado.
—Pero quiero estar aquí —bufó por lo bajo—. ¿Qué clase de jefe eres? Se supone que mientras más trabajo haga, mejor.
—Aquí no funciona así. Ya lo sabes —dijo como una obviedad—. Ven —indicó. Brett se vio obligado a seguirlo hasta la sala. Se sentaron en un par de sillones que ocupaban en los minutos de descanso—. ¿Qué es lo que te preocupa?
—Nada.
—Brett, si tienes algún problema… Habla conmigo —intentó animarlo.
Brett frunció un poco el ceño. «Esos idiotas» supo que sus compañeros eran los culpables de la preocupación de su jefe. En realidad, no pasaba nada en concreto. Nada que pudiera describir en simples palabras. Era su pasado que últimamente lo acosaba más de la cuenta. Lo que había sucedido con Alex le hizo revivir lo que alguna vez vivió en carne propia. Lo hizo preguntarse cómo estaría su madre a quien había visto por última vez nueve años atrás.
—Te fueron con el cuento —bromeó, pero a su jefe no le causó demasiada gracia—. Bien. Solo es algo que pasó en el refugio.
—Cuéntame.
—Es un niño, su nombre es Alex. Él y su familia… Bueno, su madre, su hermano mayor y él, necesitan ayuda. Están viviendo en un apartamento en pésimas condiciones. Su madre está atravesando problemas serios… Le quitaron a su hija más pequeña, una bebé de meses. Es complicado —trató de resumir—. Estuve pensando en cómo ayudar. Quizá podríamos ir con el equipo a mejorar el sitio donde viven. No lo sé. Tal vez puede que sea buena idea.
—Claro que lo es. Es una idea excelente. Estoy seguro que todos van a querer dar una mano —dio por hecho—. ¿Entonces era eso?
—Sí… —carraspeó hasta aclarar la voz—. Sí, era eso.
—Eres una gran persona, Brett —resaltó—. Ahora vete a casa a descansar. Come algo. Visita a alguien que quieras. Lo que sea. Pero sal de este lugar y ve a despejarte —sonó como una orden.
En parte, lo fue. Eric sabía a la perfección como se sentía involucrarse tanto con un trabajo hasta el punto de convertirlo en toda tu vida. A él le sucedió. Y se arrepentía. Se arrepentía de no haber pasado más tiempo junto a su esposa, en lugar de dedicarse intensamente al trabajo.
—De acuerdo. Lo haré —aceptó a regañadientes.
—Seguramente alguien ahí afuera te está esperando —acotó para restar tensión. Brett por primera vez en largas horas de trabajo deslizó una pequeña sonrisa mientras se consideró un afortunado. Tenía a alguien a quien llamar.
Se despidió de Eric, recogió sus cosas y arribó al vehículo. El corazón aún le temblaba porque estuvo a punto de contárselo a su jefe. Estuvo a punto de largarlo todo. De hablar de su pasado. De cuánto se parecía a la historia de Alex. De reconocer lo mucho que dolía a pesar de que el tiempo había pasado hasta convertirlo en un adulto. Tuvo que hacer una pausa antes de empezar a conducir. «No quiero que me separen de mis bebés. Solo necesito un poco de ayuda. Haré hasta lo imposible para quedarme con ellos. Por favor» las palabras de la madre de Alex hicieron eco en su memoria. Su madre, en cambio, no había luchado así por ellos. Les soltó la mano ante la primera oportunidad. Los dejó ir. La herida del abandono dolía como el primer día.
Le escocieron los ojos. Apretó los dientes e intentó reprimir las lágrimas pero no lo consiguió. Viajaron a través de sus mejillas marcando un camino que desembocaba en su barbilla. Las desdibujó enseguida con el dorso de la mano. Inspiró y exhaló durante largos minutos, hasta lograr un poco de estabilidad.
Estaba agotado. Emocionalmente afectado. Solo deseaba cerrar los ojos y descansar en compañía. Así que sujetó el teléfono y marcó el número de la persona que deseaba ver. De inmediato escuchó su dulce voz.
—Hola, Amelia.
—¡Brett! ¿Todo bien? —contestó animada—. Me debías el llamado.
—Sí. Yo… Lo sé. Quise llamar antes, pero estuve trabajando. ¿Estás molesta?
—Solo bromeaba, tranquilo. ¿Seguro que estás bien?
Brett suspiró. No quería mentirle. Tampoco preocuparla cuando ni siquiera era capaz de entenderse a sí mismo. No del todo.
—¿Crees que pueda pasar un rato por tu casa? Me gustaría verte.
—Sí, claro. Ven cuando quieras.
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Apenas lo vio llegar, Amelia notó un semblante frágil. Encontró su mirada decaída e incluso percibió algo de tristeza en su sonrisa. Antes de que su jefe lo llamara para una conversación, Brett había tomado una ducha y luego, se vistió con ropa limpia. Por lo general acababa hecho un desastre después de una jornada de trabajo tan extensa. El agua logró despejarlo, pero la oscuridad de sus ojeras lo delataban. Necesitaba una siesta. Necesitaba apagar sus pensamientos. Supo que había hecho lo correcto porque en cuanto la vio, se despejó. Fue como una brisa de aire fresco. Un rayo de sol después de un día de invierno. Ella lo abrazó rodeando los hombros y apoyó la cabeza en la curvatura de su cuello. Olía a loción de afeitar, lo que le resultó embriagador y cerró los ojos para intensificar la sensación.