Emma.
No debería estar nerviosa, pero lo estaba. Mis manos apenas si lograban mantenerse estables a medida que picaba algunas verduras para la ensalada del almuerzo que tendríamos hoy. Cada que Alaia chillaba, feliz, desde su habitación, yo saltaba en mi lugar en la cocina pensando que en cualquier momento no sería ella sino el timbre de la puerta alertándome de la llegada de mis hermanos.
No debí dejar que Nicholas me convenciera de hacer esto.
—Mira quien no quiso vestirse. —Emití un pequeño chillido que hizo que Nicholas se detuviera tras la barra de la cocina, mirándome. Casi me corto solo por el susto—. ¿Todo bien?
De inmediato, asentí. Dejé todo a un lado, una sonrisa natural salió por su propia cuenta al momento en que posé mis ojos en la niña que palmeaba su barriga, riendo por los sonidos que producía.
—Papá.
Lo miró y en cuanto tuvo la atención de Nicholas, volvió a palmear su barriga, saltando en los brazos de su padre, llena de felicidad.
—¿Necesitas ayuda con algo? —Dirigió su mirada hacia mí, elevando su ceja al notar que me quedé mirándolos, embelesada—. Hasta acá te veo la saliva —bromeó.
—Es un lindo cuadro el que veo —sonreí, cambiando mi semblante a uno preocupado—. ¿Estás seguro de querer hacer esto?
—¿El qué?
—Almorzar con mis hermanos —dije como si fuese obvio—. Sé que quieres que vean que no eres el idiota que muestran las revistas, pero no es necesario, Nick. Yo sé que eres maravilloso y eso es lo único que importa.
—No hago esto para demostrar nada, Emma —aseguró, sentando a Alaia en la barra, tendiéndole uno de sus juguetes que siempre teníamos a la mano. La pequeña estrella olvidó todo a su alrededor y se lo llevó a la boca, mordisqueándolo—. Lo hago porque sé que para ti es importante mantener tu relación de ellos y yo quiero verte feliz.
Sus palabras causaron un mayor impacto en mí que cualquier otras. Este hombre era de esos que fácilmente me volvía loca en los libros que leía, de esos que creí imposible encontrar, y aquí estaba, en la cocina de mi jefe, viendo como el tempano de hielo escondía a este maravilloso hombre que sabía cómo, cuándo y dónde sacar las palabras correctas.
—¿Y si mejor me ayudas? —Alzó a Alaia, la cual se quejó cuando el juguete se le resbaló, cayendo al suelo—. Ni se te ocurra llorar porque no te lo voy a entregar otra vez.
La niña frunció el ceño, sin comprender, pero permaneció en silencio.
—¿Eres capaz de preparar una ensalada? —pregunté, acercándome a ellos. Alaia prácticamente saltó a mis brazos al momento en que estuve cerca de ellos—. Hola, mi pequeña estrella. —Besé sus mejillas—. ¿Tu papi falló en la prueba de vestuario? ¿Si? ¿Querías que Emma te vistiera?
—¡Emma!
El corazón se me detuvo con la suave risa saliendo de la boca de Alaia. Sentí los ojos de Nicholas sobre mí, pero no me moví, solo me dediqué a pensar en si realmente había escuchado a esta hermosa niña decir mi nombre.
—¿Dijiste Emma, cariño? —cuestionó su padre con una sonrisa en el rostro. Alaia se pegó mas a mí creyendo que Nicholas iba por ella—. ¿Quieres venir con papá?
Le tendió sus manos.
—¡No! ¡Emma! —Se abrazó a mí, trayéndome de vuelta a la realidad. Sonreí tan ampliamente que terminé riendo mientras le besaba las mejillas una, dos y tres veces—. ¿Mita?
—No, mi cielo —susurré, aún sin creerme del todo la situación—. Primero te voy a vestir.
Dejé a Nicholas terminando de arreglar las cosas para el almuerzo, la comida ya estaba lista. En mi intento por hacer que todo saliera de maravilla, terminé preparando tres platos distintos con la comida favorita de cada uno de los tres hombres que hoy almorzarían con estas dos chicas que seguramente sentirían la tensión en el aire.
Conocía a Edward y no dudaría en asustar a Nicholas ya que Elijah le había dado el visto bueno. Para él, yo seguía siendo la misma jovencita a la que le espantaba los novios porque no eran suficiente. Nicholas era diferente, porque a veces creía que yo era la que no era suficiente para el hombre tan maravilloso que se había dedicado en cuerpo y alma a cuidar de su pequeña y de mí.
No tenía idea de que hice para merecerlo, pero no quería que terminara por mucho miedo que tuviera. Porque sí, esa parte de mí que siempre sintió el desprecio, el odio y todos los golpes de la vida, temía que Nicholas Stevens fuese un espejismo y que en cualquier momento la fantasía se acabara, la burbuja estallara y yo acabara con el corazón quebrado en millones de pedazos.
Alaia corrió a su padre con su jumpsuit de cuadros negros y blancos sobre la blusa blanca que tanto le gustaba manchar de comida. Nicholas le compró diez prendas iguales para que Alaia no la extrañara cuando las desechaba debido a que la comida no se removía.
—¿Y ese milagro que se dejó colocar los zapatos?
—Ya ves, tengo mis trucos, Stevens —aseguré, dejando un beso en la frente de Alaia cuando el timbre sonó—. Abre tú.
—¿Por qué?
—Es tu casa.
Su rostro se tornó confuso, y dio un paso al frente.
—Nuestra —me corrigió, provocando que mi corazón latiera desbocado en mi pecho—. Vives aquí, Emma. No solo es mi casa.
—Nicholas.
—Hablaremos de eso luego de que se marchen tus hermanos.
Dejándome con la palabra a medio salir, se apresuró a la puerta. Elijah fue el primero que apareció en mi campo de visión. Tras saludar a Nick con un apretón de manos, rápidamente entró, tendiéndome una botella de vino.
—Para ti.
—Tú no tomas vino.
—Y por eso traje esta para mí. —Dejó sobresalir una pequeña botella de su chaqueta. No sabía lo que era, pero solo reí—. No le digas a Ed.
—¿Qué es lo que no le vas a decir a Ed?
Nuestro hermano mayor apareció a nuestro lado en cuestión de segundos con una Alaia mordiendo su corbata sin importarle mas nada. Ed siempre había sido bueno con los niños así que no me sorprendió que hace dos semanas, cuando dejó de lado su advertencia en dirección a Nicholas, se pasó toda la mañana jugando con una Alaia muy animada por tener alguien dispuesto a jugar a «yo lo lanzo y tú lo recoges» durante horas.
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Editado: 02.04.2024