A mí lo que me había dejado en claro todo esto, el descubrimiento de Elortis, que para él había sido facilitado por su propia ex novia desde que le había revelado lo de las contraseñas intercambiables, fue que yo estaba celosa de Miranda; por algo había seguido apegado, no era tan así como me decía a mí que no le gustaba y no la quería. Todo este tiempo él había estado buscando una razón para acercarse a ella con una pasión renovada. ¿Qué hubiera sido de mí si me hubiera jugado por él? ¿no sería ahora una Miranda con otro secreto que esconder? La culpa era de él, decía, por haber aceptado el inmoral juego del noviazgo. Empecé a no contestarle cuando me saludaba, a hacerme la linda, como él decía. Como no le gustaba insistir con las mujeres, tampoco me saludaba. Estábamos ahí, conectados, cada uno en su mundo, a veces hasta altas horas, y yo a veces le mandaba algunos mensajes subliminales en los subnicks, pedacitos de canciones con letras esperanzadoras, de reencuentro y vuelta a los orígenes.
Cuando por fin, después de varias semanas, retomamos la charla, fue porque me dieron ganas de contarle que finalmente había vuelto a aparecer mi ex, era verdad que se había peleado con la chica que salía y necesitaba hablar con una buena persona, según me dijo, para convencerme de que volviera a hablar con él. Elortis, que cuando lo conocí había llorado al saber que había quedado sola, se puso furioso. Dijo que no me convenía volver a tener contacto con alguien que se había alejado de mí antes, dar pasos atrás era un error grave cuyas consecuencias se descubrían sólo con el tiempo, las cosas terminaban por algo, y un largo etcétera de cuidados que quería que yo tuviera para no caer otra vez en las garras de Santi. Más que nada no le parecía bien, ahora que él había dejado de tener contacto con Miranda, que yo hablara en el mensajero con mi ex, creía que tenía que cortar cualquier lazo porque no existía la amistad entre el hombre y la mujer; ese cuento a él no se lo vendían más.
En fin, dejé de hablarle por otro tiempo, esta vez más largo. Cuando volvimos a hablarnos, Elortis me salió con otra de las historias de la enanita. Al sur otra vez, entonces, a la casucha en esa especie de conventillo donde él tomaba mates con la viejita encorvada.
Todo porque me aclaró que estaba dispuesto a convertirse en monje, quería alejarse de la sociedad para desintoxicarse de su influencia negativa.
Pensaba, como el escritor Maugham dijo, que las malas experiencias empeoran, envilecen a las personas al contrario de lo que se dice. Listo, Elortis, si vos lo decís por algo será. Dijo que iba a hacer la gran Pancho Sierra, que después de un traspié sentimental se retiró al campo a reflexionar sobre la vida y terminó siendo un sanador, un santo informal entre tantos otros santos informales. A Pancho Sierra se lo había presentado la enanita y el personaje le caía particularmente simpático.
Cerca del barrio de la enanita había una casa de dos plantas. Ahí vivía un médico y su familia. El médico había heredado de su padre alemán un Stradivarius auténtico, que guardaba en una vitrina del salón de esa casa, a la que sólo había entrado una amiga de la enanita porque salía con el hijo, un descarriado que jugaba en Independiente —en ese tiempo los futbolistas jugaban por amor al arte, así que este tipo era un mantenido. Uno de los hermanos era médico como el padre y el otro se había metido en la política, lo que en esa época, como en ésta —eso sí que no cambió— quería decir que tenía conexiones mafiosas, así que siempre estaba bien ubicado por una serie de devolución de lealtades. Pero el futbolista embarazó a la amiga de la enanita, su percanta, a la que sólo hacía entrar a su casa cuando se iban todos, y no le quedaba otra que juntar plata para pagar un aborto. Tiempo atrás el abuelo del futbolista había muerto y en el testamento decía que el violín le correspondería al nieto que demostrara ser el mejor en lo suyo. Al médico todavía no lo convencía ninguno de sus hijos, como para cumplir el deseo de su padre. El que había seguido sus pasos en la medicina parecía ser el adecuado, era el mejor de la clase, aunque el político había hecho conocer el nombre de la familia y traía masitas, bombones, vinos y otras exquisiteces en la cenas familiares que lo hacían merecedor del violín; el futbolista quedaba último en la lista, se la pasaba en las esquinas con los amigos, le silbaba a las chicas cuando pasaban, y varias noches volvía borracho de las farras que tenía con los muchachos del club. Pero era el que más lo necesitaba para venderlo y pagar la operación, así que empezó a buscar el medio de hacerse con el violín.
La amiga de la enanita conocía a un tipo que vivía en una piecita arriba de una tintorería que decía ser espiritista. Lo fueron a ver y el hombre, un tipo de una copiosa barba blanca que parecía más de utilería que real, decía la enanita porque ella también lo había visto varias veces caminar con la mirada ausente por las calles, le preguntó a la chica —porque el hijo del futbolista no quería saber nada con que lo vieran entrar ahí— cuál era el problema, y la chica le mostró la panza en crecimiento. El manosanta, que se llamaba Ponchilo Barracas, le preguntó a la amiga de la enanita si no le permitía realizar el procedimiento habitual. Le pidió que se pusiera de pie, y él se arrodilló e inclinó la cabeza hasta la altura del ombligo de la chica. Se quedó mirando fijo un rato sin parpadear. Había visto cuatro ojos, lo que significaba que iba a tener mellizos. La amiga de la enanita casi se desmaya, y pasó a contarle el plan para el que lo necesitaban.
El hijo del futbolista le diría a su padre que se había hecho amigo de un espiritista que podía comunicarse con los muertos y arreglaría una reunión en la que Ponchilo Barracas entraría en contacto con el alma de su abuelo para que dirimiera la cuestión del violín. Ponchilo cerró el trato al escuchar que le darían un porcentaje de la venta del preciado instrumento. El futbolista se las arregló para que toda la familia estuviera presente el día de la sesión de espiritismo, y ubicó un velador en el medio de la mesa grande del salón. Una vela iluminaba la cara de Ponchilo Barracas, que les contó a las demás siluetas oscuras cómo había empezado su camino espiritual.
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Editado: 22.05.2025