Isla del Encanto

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Michelle no supo qué pensar cuando dejó de llover. La incertidumbre se apoderó de ella. Podría buscar un lugar que no hubiese sido afectado por la lluvia y tratar de armar algún tipo de lecho para pasar la noche. Pero al mismo tiempo le angustiaba el no saber cuándo regresaría su principal fuente de agua. Había llovido la noche anterior, cuando todavía se encontraba a bordo del velero, y había llovido toda la tarde de ese día. Pero la siguiente lluvia podría demorarse en llegar, lo que se convertiría en un enorme problema si los cocos que le habían brindado algo de alimento no volvían a caer del cielo. El cansancio la empezó a invadir, especialmente en sus extremidades. Sus brazos se encontraban cansados de cargar las rocas que había usado para abrir el coco, y sentía las piernas cómo si hubiese caminado más de cincuenta kilómetros. Sus pies tampoco escapaban a los dolores producidos por la penosa jornada, a pesar de haber estado caminando por superficies relativamente suaves. El dedo pequeño aún le molestaba en ciertos momentos y empezaba a sentir algo de ardor en uno de sus talones. Miró hacia lo alto para concluir que sería cuestión de minutos antes de que empezara a oscurecer. Sin embargo, lo que la alarmó aún más fue la aparición de una densa neblina. Flotaba en el aire mientras se empezaba a meter por todos lados, como si se tratara de un río que desborda sus aguas e inunda todo lo que encuentra en sus riveras. Creyó que su suerte no podría ser peor, aunque seguía sintiéndose agradecida de los frutos de las palmeras y de la refrescante lluvia. La temperatura empezaba a descender, pero ayudó a tranquilizarla el hecho de saber que las islas del Caribe mantenían durante la noche parte del calor que las acompañaba durante el día. Era lo que había experimentado en un par de ocasiones cuando había visitado algunas de ellas en compañía de sus padres. Supuso que al menos no moriría de hipotermia, aunque sí podría morir del susto y de los nervios que se empezaban a meter acompañados de la espesa niebla.

 

Continuó caminando mientras observaba como se blanqueaba la superficie de la selva. Su densidad le impedía verse los pies, llegando la niebla a posarse sobre el piso e invadirlo todo hasta unos centímetros más arriba de sus rodillas. Tuvo miedo de volver a tropezar con algo que la pudiera lastimar. Sabía que un segundo golpe en su adolorido dedo terminaría fracturándolo. Se detuvo unos instantes y miró a su alrededor. Ya ni siquiera sabía por qué lo hacía; era totalmente consciente de que nada podría cambiar. Los mismos árboles, los mismos arbustos, los mismos musgos y la misma ausencia de ruido seguían dominando lo que había sido la composición del paisaje desde que había decidido abandonar la playa. Decidió volver a gritar con la esperanza de que alguien la escuchara.

–Holaaa… ¿Hay alguien por aquí? Necesito ayuda…

Como era de esperarse, no recibió respuesta alguna. Bajó la cabeza y avanzó un par de metros más con sus ojos enfocados en la espesa neblina. Se volvió a detener y al subir la mirada sintió cómo el estómago se le subía a la garganta. Sus músculos se tensaron, la piel se le erizó y el grito que quiso dar se quedó atrapado en su garganta. La aparición, a menos de cinco metros y por un breve instante de la muchacha vestida de blanco corriendo de un árbol a otro, pero esta vez seguida por una figura vestida de negro, claramente de mayor tamaño y con la apariencia física de un hombre, no hicieron más que estar a punto de provocarle un desmayo. En los escasos segundos que hicieron presencia ante sus ojos, pudo notar que el hombre perseguía a la muchacha y que esta parecía estar haciendo uso de todos sus esfuerzos para escapar de él. El rostro del hombre estaba cubierto por una máscara del mismo color de su vestimenta, y al contrario de su perseguida, quien volvía a aparecer descalza, este llevaba unas botas que le llegaban hasta sus rodillas. Su presencia era claramente inquietante, dejándole la firme impresión a Michelle de que no se trataba de una persona del común. Dio un par de pasos hacia atrás, se tomó la cabeza entre las manos para luego salir corriendo en el sentido contrario al que había visto al extraño personaje. El terror que llevaba dentro la llevó a pensar que ya no le importaría llegar a tropezar, solo quería escapar de aquel lugar; si una piedra o una raíz la llevaban a perder el equilibrio y caer, lo mejor sería que su cabeza se viera afectada de tal manera que todo terminara para ella. Pero lo peor no parecía querer llegar tan fácilmente, o por lo menos con la rapidez que ella estaba deseando. Antes de llegar a tropezar o de llegar a caer rendida, empezó a sentir la agitación propia de aquellos que han recorrido varios kilómetros sin descansar. Sus manos aún llevaban las dos piedras y el pedazo de coco que le había sobrado. No dudó en soltar la piedra más pesada, aquella que le había servido como martillo; su idea era la de aminorar el peso que soportaban sus cansados brazos. Continuó corriendo sintiendo el ardor llegando a sus pulmones, sumado a la dificultad en su respiración con cada metro que recorría. Ya no miraba al suelo, sus ojos iban concentrados en la búsqueda de la ruta más despejada, aquella que tuviese el menor número de ramas atravesadas. Sin embargo, ya algunas de ellas habían logrado lacerar varias partes de su cuerpo produciéndole pequeños dolores, algo con lo que tendría que lidiar si lograba llegar a algún lado lo suficientemente seguro para detener su alocada carrera.




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