JoachÍm (completo)

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Cobarde…

Cobarde…

Cobarde…

La cena se me hizo eterna. La voz, en mi cabeza, no dejaba de torturarme.

La cena era abundante y no faltaban platos para elegir. Pero mientras masticaba, no me di permiso de sentir placer por nada. Cada bocado parecía papel.

La voz no quería dejar de mortificarme. Comencé a hacerme a la idea de que sería una noche terrorífica. Pero apenas me escabullí a mi dormitorio y cerré la puerta tras de mí, todo cambió. Mi mundo cambió, solo por una imagen: un cuaderno de negras tapas duras reposaba sobre la almohada. Y cerca suyo una pluma dorada de inigualable belleza y su medalla, la de san Cristóbal, la misma que le había devuelto. Algo de lo que  ya me había arrepentido por completo.  Sentí que mis piernas cobraban vida propia y en pocos pasos inconscientes me acerqué al cuaderno. 

Su roce me incendió las yemas de los dedos. Los ojos se me abrieron de par en par y todo el cansancio y la desidia que sentía se me olvidaron por un momento.  Como si supiera que había algo más para mí, lo abrí con las manos temblorosas y la respiración agitada.

Ahogué un  grito de asombro cuando encontré unas líneas estilizadas en la primera página. No sé cómo lo supe. Sólo lo supe. Era la letra de Joachím. Y era el mismo poema que me había recitado frente al cuadro del santo.

                                 ?Amor inquieto? (Johann Wolfgang Goethe)   

¡A través de la lluvia, de la nieve,

A través de la tempestad, voy!

Entre las cuevas centelleantes,

Sobre las brumosas olas, voy.

¡Siempre adelante, siempre!

La paz, el descanso, han volado.

Rápido entre la tristeza

Deseo ser masacrado,

Que toda la simpleza

Sostenida en la vida,

Sea la adicción de un anhelo,

Donde el corazón siente por el

Corazón,

Pareciendo que ambos arden,

Pareciendo que ambos sienten.

¿Cómo voy a volar?

¡Vanos fueron todos los

Enfrentamientos!

Brillante corona de la vida,

Turbulenta dicha,

¡Amor, tú eres esto!

No sé cuántas veces leí el poema. Pero cada vez que lo hacía, una corriente de dicha me traspasaba todo el cuerpo, como un rayo.

¡Qué poder tan intenso tenían aquellos versos en mí!

¡Qué poder tenía ese hombre sobre todo lo que yo sentía y pensaba!

Estaba totalmente desconcertado. Nunca nadie me había hecho sentir de la forma en la que Joachím lo hacía. Era una completa locura si me ponía a pensarlo con frialdad. Quizás por eso no lo hice.

Creo que era ya la medianoche cuando volví de mis pensamientos. Volví mi vista desde el exterior, que solo me dejaba ver un cielo completamente oscuro, tormentoso y me dejaba como regalo unos finos copos de nieve adheridos al cristal ya empañado.

El cuaderno reposaba en mi regazo. No lo había soltado ni una sola vez. Era como estar acariciándolo a él. Porque su presencia me rodeaba por todos lados. Su habitación estaba impregnada de su esencia. Desde que vi el regalo, supe cuál era su motivo. Joachím quería que yo volviera a escribir.

Hacía mucho que no me enfrentaba a una página en blanco. Las máscaras y los demonios internos me habían mantenido ocupado, obnubilado, más bien, y había abandonado para siempre aquel deseo de niño.

No, para siempre, no. Porque, aunque en un principio lo creí muerto, el deseo reaparecía ahora más vivo que antes. Me picaban los dedos por tomar la pluma. Me revoloteaban frases, nombres, ideas y sentimientos, sin el menor esfuerzo. Y sin proponérmelo, comencé a escribir…Pensando para mis adentros que sólo serían vanas tonterías de joven enamorado. Sentimientos y frases comunes que puede llegar a garabatear a su amada o a su amado cualquier persona que descubra que se ha enamorado por primera vez; y se cree el único del planeta y el más feliz.

Aunque este enamoramiento- que ya había tenido el coraje conmigo mismo de aceptarlo, no me estaba haciendo sentir la persona más feliz del planeta. Más bien, todo lo contrario.

Pero acaso, ¿no es eso el amor? O mejor dicho, ¿no es también eso el amor?

Goethe lo expresaba muy bien en aquel poema. ¡Cómo si me hubiese conocido! ¡También describían sus palabras todo el torbellino de sentimientos encontrados que se habían adueñado de mí desde la primera vez que vi sus ojos!

Eran ojos mágicos. Sin dudas, me habían hechizado. Joachím era un poco brujo. Y si no cómo explicar el cuadro…

No supe bien cómo pasó aquella noche, no fui consciente del paso del tiempo, ni del cansancio ni del frío. Se me entumecieron los dedos, se me agarrotaron las piernas por la mala postura, me picaban los ojos somnolientos; y sin embargo nada me importó. Sólo un golpe suave en la puerta, quién sabe cuánto tiempo después, me trajo nuevamente a la realidad. Alcé la mirada, un poco aturdido. A penas oí lo que Bridgit me decía. Y bajé con ella las escaleras rumbo a la cocina sin siquiera mirar el cuaderno. Sin percatarme que un tropel de palabras y sentimientos habían fluido como torrente y habían ganado sus páginas. 

Nunca más le he temido a una hoja en blanco.

Supongo que eso también se lo deberé a Joachím. 

El día voló. Apenas vi a Joachím unos minutos por la mañana. Y como Corinna le andaba revoloteando opté por mantenerme al margen y me escabullí a mi habitación justo después del almuerzo.

Toda la posada estaba atareada con los últimos preparativos y con la excusa de no entorpecerlos, logré que me dejaran tranquilo toda la tarde. Muy dentro de mí deseaba que Joachím viniera a la habitación con cualquier excusa. Pero no lo hizo. Y recién cuando sentí el brazo agarrotado de tanto escribir, alcé la mirada hacia la ventana y me di cuenta de que me había perdido la cena.

La casa de campo amaneció revolucionada por lo que nadie me prestó demasiada atención, hasta la hora de partir hacia la iglesia. Fue allí cuando no encontré ninguna excusa para rechazar la invitación de Joachím a ir en su carro con él. Me trepé detrás, junto con Mutter Ava, mientras trataba de no ver la sonrisa de Corinna al saberse con la suerte de viajar al lado de Joachím.



#13811 en Novela romántica

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Editado: 08.05.2023

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