—Detrás de la vidriera —indicó el doctor Locke.
—Necesito estar con él —suplicó el señor Hudson.
—No puede, no ahora.
Y continuó con un discurso específico del diagnóstico de Milo, que en ese momento no era para nada bueno.
El señor Hudson lo escuchó atentamente. Lo escuchaba pero no articulaba de seguro ningún sonido con significado coherente. Quizá en aquél momento la voz del doctor Locke solo servía para mantenerlo atado a una mínima porción de realidad. Lo escuchaba, pero se dejaba ir en la imagen de su hijo tendido del otro lado del cristal en una cama, conectado a un sinfín de aparatos que lo ayudaban a mantenerse en carrera. Lo escuchaba pero pensaba tal vez en cómo sería la vida dentro de poco, sin nada que ver del otro lado del cristal; la vida seguramente le significaría eso, quedar ciego, perdido, desamparado, inconcluso. Porque así es como se siente cuando de repente la cama está vacía y no hay más que mirar, cuando el cáncer termina de consumir un alma pura. Porque de verdad ya no hay más que ver y no quieres que haya más.