Kamika: Dioses Guardianes

5. Por Fin te Encontré

 

El ambiente se cargó de tensión, por prolongados segundos permanecimos así: mirando a los dos apuestos chicos frente a nosotras. Hasta que por fin, en chico de cabello negro azulado habló.

—Nosotros somos… —Le dirigió una fugaz mirada al otro chico, como si no supiera qué decir exactamente, y buscando en él aprobación. El otro chico asintió despacio—. Sus compañeros.

La confusión se reflejó en mi rostro, mientras el aire escapaba de mis pulmones como si se tratara de un globo. Había recibido tantas noticias en un mismo día, que ya no estaba segura de cuantas más soportaría.

—¿Qué? —exclamé.

—No mienten —murmuró Sara en mis brazos—, ellos son como nosotras.

Pasé la mirada de la herida Sara a los chicos.

Me tomó un momento darme cuenta de lo que significaba: los dos caballeros de blanca armadura también eran Dioses Guardianes. En alguna parte de mi mente sabía lo lógico que eso sonaba, ya que Sara dijo que había más Dioses Guardianes en alguna parte del mundo. Pero nunca pensé que los íbamos a encontrar en la misma ciudad, y el mismo día. Aunque, en realidad, fueron ellos los que nos encontraron a nosotras.

—Así es, somos parte de los Dioses Guardianes —continuó el chico de cabello negro azul, con una cálida sonrisa—. Mi nombre es Evan Cowater. Y él es mi amigo, Andrew Knight.

El otro chico… quise decir Andrew, permaneció al lado de Evan sin decir nada, solo observando la situación en silencio, con los labios fruncidos. Parecía todo un chico malo, o un criminal, daba cierto miedo, pero aun así sentía que lo conocía de alguna parte.

Sara se quejó, y apretó mi suéter con fuerza. Luego, la herida de mi pierna ardió; hice una pequeña mueca ante el dolor. Mis piernas temblaron, y casi perdí el equilibrio.

—Tenemos que llevarlas a casa. Se ven muy mal —anotó Evan, dirigiendo su mirada de mi pierna a Sara—. ¿Dónde viven?

—La casa de Sara está a cuatro o cinco kilómetros —respondí—. Pero creo que su auto está cerca, de otra forma, ¿cómo llegó hasta aquí?

—No vimos ningún auto cuando llegamos. Además, es demasiado lejos para caminar.

—Bien, ¿entonces cómo llegaron ustedes aquí?

Los dos intercambiaron una traviesa mirada, la cual me provocó arrepentimiento de haber preguntado. Ellos usaron magia, santo cielo, no sabía lo que eran capaces de hacer.

—¿En serio quieres saberlo? —Por fin habló Andrew, pero lo hizo en tono sarcástico. Lo dijo de tal forma, que un frio me corrió por la columna vertebral.

—Por favor, ahórrense sus juegos fantásticos, solo quiero ayudar a mi amiga. Y si para eso debo aceptar sus métodos lo haré.

Ambos me miraron por un segundo, Evan reprimiendo la risa y Andrew completamente serio. No sabía que causó tanta gracia, pero no me importaba averiguarlo.

Evan miró a Andrew, quien asintió. Después, Andrew sujetó su arco a la altura de sus hombros, y cerró los ojos. Murmuró algo en un idioma que no entendí, al tiempo que una luz azul cielo salió de ella en forma de flotantes líneas y curvas. Esa luz nos rodeó, tanto a ellos como a nosotras, hasta que el exterior se volvió borroso.

Hubo una ráfaga de viento dentro de la pequeña capa que formó la luz, mi cabello y el de Sara se elevó, y mi respiración se dificultó. Por reflejo, cerré los ojos y apreté el cuerpo de Sara contra el mío.

Cuando el viento cesó, y no percibí la luz mágica, abrí los ojos. Me sorprendí al descubrir que nos encontrábamos en la entrada de la casa de Sara.

Mi mente apenas logró procesar que nos habíamos transportado mágicamente hasta ahí, pero aún era mucho para mí. No me acostumbraba a la magia, y dudaba que algún día lo hiciera.

El arco de Andrew se redujo, hasta el tamaño de un dije, como el látigo de Sara; luego se lo colgó en el cuello y escondió entre su camiseta. Dio la impresión de que no quería que nadie lo viera.

El peso de Sara pudo con mi fuerza, y me tambaleé por el desequilibrio. No la iba a soltar, no en ese estado, pero eso era algo que no podía controlar. Por suerte, Evan la recibió antes de que callera al suelo. La cargó en brazos, como una princesa, mientras ella seguía semiconsciente.

—Gracias —dije con una pequeña sonrisa—, tenemos que entrarla.




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