Cada día, Antonio se convierte en parte de mi rutina en el negocio. Desde el momento en que cruza la puerta, puedo sentir su presencia, su mirada intensa que me atraviesa y hace que mi corazón lata más rápido. Con el tiempo, he aprendido a conocerlo, a descubrir sus preferencias y gustos, convirtiéndome en alguien capaz de satisfacer sus deseos más profundos.
Observo cómo camina por el local con esa confianza que lo distingue. Me encanta ver cómo se detiene en cada estante, examinando los productos con curiosidad y, a veces, con una sonrisa que solo puedo interpretar como aprobación. Le gusta el café con un toque de canela, y siempre está dispuesto a probar los nuevos dulces que preparo con esmero. Es en esos momentos en que puedo verlo disfrutar, cuando sus ojos se iluminan y su boca se curva en una expresión de deleite.
A medida que pasan los días, nuestra complicidad crece. Nos entendemos sin necesidad de palabras, con gestos y miradas que hablan por sí solos. Nuestros encuentros en el negocio se convierten en momentos de conexión íntima, aunque sepamos que debemos mantener las apariencias frente a los demás. Nos convertimos en cómplices de una historia prohibida, una que solo nosotros conocemos en su totalidad.
Cada día, espero ansiosa su llegada, emocionada por el encuentro fugaz en medio de la cotidianidad. Pero también me asaltan las dudas. ¿Hasta dónde podremos llegar con esta relación clandestina? ¿Será suficiente para satisfacer nuestros anhelos más profundos? Me pregunto si algún día seremos capaces de superar los límites impuestos por nuestras circunstancias y encontrar la plenitud que tanto deseamos.
Mientras tanto, sigo adelante con mi negocio, sirviendo café y creando dulces que endulzan no solo los paladares, sino también nuestros encuentros furtivos. En medio de esta rutina, me encuentro navegando entre la pasión y la incertidumbre, deseando que nuestros destinos se entrelacen más allá de estas cuatro paredes y que nuestro amor encuentre un camino hacia la luz.