La casa de la bruma

18. Die letzte Weihnachten (La última Navidad)

El vicepresidente y ministro de Guerra Juan Domingo Perón había declarado tardíamente la guerra a las naciones pertenecientes al Eje. Desde su lugar en el poder, favoreció ampliamente a los sectores obreros al hacer efectivas distintas leyes laborales. Su creciente popularidad hizo que fuera removido de su cargo y arrestado. El 17 de octubre, un movimiento popular se gestó en apoyo al coronel y colmó la Plaza de Mayo con Eva Perón, esposa del coronel, al frente. Se preparaba la plataforma electoral en su favor.

En San Isidro y el mundo, terminaba otro año. 1944 se iba acercando a su fin, con sus fiestas de Navidad, año nuevo y día de Reyes. Sin embargo, no había alegría en Nebelhaus, donde el señor de la casa era todavía esperado. En su lugar, herr Müller se ocupaba de dar las órdenes. Aparecía sin avisar y se iba días después sin dejar señales de su paso. Mientras Ada trabajaba, Müller la miraba inquisitoriamente. Ella sentía que estaba esperando un error de su parte. Cada rato que pasaba en su presencia era un tormento. El deseo de que volviera Johann crecía con el tiempo. Había preguntado a herr Müller sobre su paradero, mas el hombre respondía que tenía tan pocas noticias como ella.

La señora Rosa intentaba mantener la sensación de normalidad. Para eso, había rebuscado hasta sacar las piezas del Belén que hubo comprado herr Weimann para Nico. Junto con la niña, prepararon el pesebre en la biblioteca, una tarde después de que herr Müller abandonara la casa.

Fräu Leman se mantenía incólume. Conocía al dedillo los movimientos que había mantenido a herr Weimann despierto en las noches de bruma. Seguía su rutina, ocupando el lugar del patrón hasta que este volviera. Abría la habitación del fantasma para que Ada trabajara minuciosamente en las noches, las dos inseguras ante la falta de supervisión. Luego de que la italiana terminaba, usaba de nuevo la única llave a mano para cerrar de nuevo el cuarto y prepararse para, al día siguiente, infiltrar otra vez la idea del fantasma de fräu Weimann.

El señor Denver casi no tenía trabajo. A veces, cuando herr Müller pasaba alguna semana en Nebelhaus, se ocupaba de llevarlo de nuevo hasta el centro de Buenos Aires. Una vez allí, lo dejaba cerca de una boca de subte (siempre la misma) y retornaba al hogar en San Isidro.

¿Por qué nadie sabía nada de herr Müller? Era una pregunta que inquietaba al personal de la casa de la bruma. Parecía que él mismo fuera parte de la humedad esponjosa que cubría la noche de la ciudad y sus alrededores. Eventualmente, empezaron a creer que la casa no tenía solo un fantasma, sino dos. Y aunque la señora Leman se ofendió al escuchar la sospecha de sus compañeros que ponía a un mero mortal a la altura de su santa devoción, tuvo que reconocer que algo raro había en él. Los secretos que vivían en Nebelhaus eran cada vez más densos. Ada y fräu Leman hablaban al respecto. Ambas, cada una por razones distintas, temía que el señor Weimann no volviera.

Ada recordaba la última noche de Johann en San Isidro. Era todo lo que tenía y todo a lo que podía aferrarse. Cuando no estaba trabajando en las noches, lloraba abrazada a su almohada. Lo hacía quedamente, casi en silencio, pues no quería perturbar el sueño tranquilo de Nicole. La niña era todo lo que ella tenía. Por eso cuando llegó la Navidad, supo que debía hacer algo que posponía desde hacía tiempo.

El 23 de diciembre de 1945, Nico tenía dos años, cuatro meses y veinte días. Ada le colocó un vestido rosado, unas guillerminas de cuero blancas y una capelina de tela también blanca, atada con un lazo rosa. La niña parecía una muñeca. Su madre se vistió con una pollera gris y una blusa rosa. Sus zapatos estaban a la moda: inspirados en el ballet, se llamaban ballerinas y eran de color rosa. Se ató un pañuelo a la cabeza con formas geométricas en rosa, verde y negro y usó los lentes que le había regalado Johann. Se miró al espejo y se sintió segura. Luego giró sobre sus pies y aupó a su hija. El señor Denver las esperaba en la puerta. Ella solo podía recordar las palabras de Johann antes de irse: que fuera a ver al escribano Klein y que más tarde se fuera. Eso debía ser a fin de año. Faltaban solo ocho días hasta terminar ese fatídico 1945.

Recorrieron las calles de San Telmo una vez más. Nicole iba sentada en la falda de su madre, que no temía arrugar su pollera más de lo que temía la reacción de sus padres. Frente a la casa verde, frenaron y esperaron. Ada no lograba encontrar fuerzas para bajar y enfrentar a su familia. El señor Denver se mantenía en silencio. Ajeno a la verdad, sospechaba que allí estaría la familia del difunto herr Graf y que de allí venían las tribulaciones de la señora.

Ada respiró profundamente y se dirigió al chofer:

—Señor Denver, ¿puede esperarme aquí un momento? No tardaré mucho.

—Claro que sí, señora Ada. Usted vaya tranquila que todo saldrá bien.

Le sonrió desde el asiento delantero y Ada intentó hacer lo mismo. Su rostro solo mostró una mueca.

Abrieron la puerta del conventillo y entraron como si aquella todavía fuera su casa. Llevaba a Nico sentada sobre su cadera izquierda y con la mano libre saludaba a algunos conocidos. Había pasado mucho tiempo desde que hubo entrado allí por última vez. Los rostros desconocidos se lo recordaban. Y los conocidos también, asombrados ante el cambio de la italiana.

Miraba de derecha a izquierda y de arriba abajo. No encontró a sus padres a primera vista; imaginó que estarían en la habitación. Pero, ¿por qué no jugaban con los otros niños Claudio y Giorgio?

Estaba cavilando sobre estos detalles cuando apareció frente a ella don Luigi. Al fin una cara conocida.

—Señora, ¿en qué puedo ayudarla?

Claramente, don Luigi no la había reconocido. Tuvo miedo de que a sus padres les pasara igual.

—Don Luigi, sono io (soy yo): Ada Fiori. ¿Dónde están mi mamma y mi papà? No puedo encontrarlos.



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En el texto hay: historia, amor

Editado: 17.11.2022

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