Irrumpió con impaciencia en el caserón de los D'Amico, sin antes saludar siquiera a doña Annunziata o a las hermanas D'Amico. Mas aquello no fue necesario: ningún miembro de la familia D'Amico se encontraba en la morada, a excepción de Carlos.
De un portazo, abrió la puerta de par en par, encontrando en el interior de la habitación a un ansioso Carlos. Su pie golpeteaba con constancia el piso, mientras sus dedos hacían lo mismo con el escritorio.
Los cajones de la mesa y los estantes detrás de ésta se encontraban abiertos y revueltos, como si alguien hubiera buscado algo en todos los rincones de la oficina. Joseph sonrió, burlón.
—¿Buscando más testamentos, hermanito? —Provenzano rió al pronunciar la palabra, por la incredulidad de que Carlos fuese su medio hermano. D'Amico lo observó, apoyado en el marco de la puerta con un papel colgando de sus manos. Ignoró el hecho de que alguien tan despreciable como Joseph lo haya llamado de aquella manera.
—¿Qué traes ahí, Provenzano? —caviló, curioso. Era un sorpresa para él que Joseph se presentara en su casa, mucho más al recordar la calurosa discusión que habían mantenido días atrás. Joseph frunció el ceño, confundido, y luego miró el papiro, mostrándose fingidamente asombrado después. Carlos rodó los ojos ante su inmadurez.
—¡Ah! ¿Hablas de esto? —Le acercó el escrito, posándolo frente a él—. Si quieres, puedes leerlo. No tengo ningún problema con ello.
Tomó entre sus dedos el pliego, mirando de soslayo a Joseph, quien el sonreía abiertamente, esperando a que lo leyera. Sus ojos se veían rodeados de varias sombras negras y lucía cansado, pero su mirada ávida y sus labios sonrientes lo hacían dudar bastante.
Suspiró, y sus ojos comenzaron con la lectura.
Seis minutos después, la mirada desorbitada de Carlos se encontró con la socarrona de Joseph.
—¡Nada de lo que dice aquí es verdadero! —gritó, levantándose exaltado. Las lágrimas de rabia y desconcierto comenzaban a agruparse en sus ojos. No era posible, no podía ser cierto aquello...
—¡Claro que sí! ¡Él mismo dijo que me dejó esta carta en el testamento! Yo soy el primogénito de Cassido D'Amico, su sottocapo y, por ende, el siguiente Don de La Cosa Nostra.
—¡Blasfemias! ¡Mentiras! —Carlos mesaba su cabello con angustia. La idea de que Joseph Provenzano era de su casta lo hacía flaquear.
¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?
—¡Tú no eres hijo de mi padre! Jamás lo serás, indeseado.
—¡Lo soy! ¡Soy su primogénito y el puesto me pertenece! Y tú...
Un fuerte estruendo se escuchó de la nada, interrupiendo la batalla entre ambos hombres.
Un fragor... Escombros... Sangre... Dolor... Dos muertes.
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Editado: 04.07.2020