Cada mañana, el mundo florecía en vívidos colores. La fresca y suave brisa matinal agitaba levemente las ramas de los árboles que se mecían acunando los nidos de las pequeñas aves que cantaban alegremente al nuevo día. Las flores abandonaban su letargo nocturno abriendo tímidamente su belleza hacia el cielo para deleite del observador. Los rayos del sol avanzaban tibiamente sobre las calles y las paredes, filtrándose con sigilo por cada ventana. Excepto por una, protegida por gruesos postigos a un lado del cristal, y por pesadas cortinas de terciopelo café del otro lado.
En el interior de aquella habitación oscura y lúgubre en contraste con el exterior, descansaba Darien Lautman, un solitario escritor de cuarenta y un años cuya existencia se limitaba a las tristes paredes de la antigua casa. Vivió allí toda su vida adulta, dedicado únicamente a su trabajo, sumido en una rutina tan meticulosamente planeada que ninguna sorpresa tenía cabida. Una rutina que apenas lo mantenía a flote en su exilio voluntario como un salvavidas desinflado por la suma de sus tragedias y decepciones.
Al otro lado de la ciudad, bajo el mismo sol naciente que abrigaba con devoción la naturaleza viva, otra ventana recibía la luz del amanecer de un modo completamente diferente. En medio del iluminado desorden de prendas revueltas, libros a medio leer y sabanas derribadas en la inquietud del sueño, dormía en contorsión imposible una joven estudiante de veintinueve años. La vida de Tessa Tipson era un incesante torbellino de arrebatos inquietos e impredecibles. Nada en ella era constante, salvo la eufórica inconstancia con la que avanzaba sin rumbo, segura y decidida, de día en día. Tan solo se podía decir con certeza que estudiaba de noche una Licenciatura en Filosofía, y que trabajaba de día en lo que pudiera. Todo lo demás, simplemente era vivir, en toda la amplitud concebible del término.
Eran dos vidas completamente diferentes. Dos realidades contrapuestas, sostenidas en los extremos más distales de una cuerda cuyo nudo inminente ambos ignoraban. Dos personas cuya única conexión, tan sutil como inconsciente, nacía y se desarrollaba en las líneas de un libro que para ambos significaba mucho más que las palabras que contenía. Mucho más incluso de lo que creían entender.
A las seis en punto comenzó el golpeteo incesante del reloj despertador. Lautman alargó su mano con calma hasta alcanzar el aparato y detener el sonido que taladraba su sien. Eran habituales sus migrañas en la mañana, producto del exceso de Whisky al que recurría cada noche para ahogar sus pensamientos. Se enderezó lentamente, apretando los ojos para soportar el dolor punzante que lo agobiaba, y revolvió el cajón de su mesa de noche hasta hallar unas píldoras que apuró sin agua.
Se sentó a un lado de la cama y miró al reloj. El segundero avanzaba hacia el final de su ronda con exasperante calma. Darien pensó en lo absurdo del tiempo. Cada segundo pagaba con su muerte el nacimiento del siguiente, y todos a su vez se sacrificaban para volverse minutos, y luego horas, al giro de una simple aguja que avanzaba constante y ajena a los estragos que causaba a su paso. Él podía sentir ese estrago sobre su cuerpo y su mente. Se sentía cansado y vacío. Su aliento era robado impunemente por cada tic-tac del reloj sin que valiera de nada el esfuerzo de soltarlo. Toda existencia era vana, insustancial. La suya, y la de todas las personas de afuera. Él lo creía firmemente, y se consolaba a si mismo con el hecho de ser consciente del vacío de su ser.
Otro despertador sonó al mismo tiempo, y fue recibido por un quejido somnoliento y gutural. Sin abrir los ojos ni despegar el rostro de la almohada, Tessa buscó a tientas el reloj sobre su mesa de noche. Sus torpes movimientos adormecidos golpeaban de un lado a otro sin cuidado, tumbando hojas, lápices, y eventualmente, el propio reloj. El impacto la sobresaltó y se levantó violentamente, desplegando una lista interminable de maldiciones en el proceso.
Con el cuerpo aun sobre la cama, apoyó los brazos en el suelo y estiró uno de ellos hasta alcanzar el aparato cuyo sonido había cesado al golpear con el piso. Lo inspeccionó un momento para asegurarse de no haberlo roto en su torpeza y se alivió al ver que la aguja continuaba en marcha, pasando la mitad de su vuelta con el mismo movimiento rítmico de siempre. Colocó nuevamente el reloj sobre la mesa de noche y se dejó caer sobre la almohada. Hubiera deseado que el tiempo se detuviera en aquel momento. Ser libre de su avance y gozar de la eternidad de cada instante. Ningún día le era suficiente para las experiencias que anhelaba. Su mente era tan inquieta como ella misma, y tampoco las noches eran lo suficientemente largas para darle descanso. Mi sueño de belleza, pensó, lamentándose por haber dormido tan tarde.
El segundero acabó su ronda y arrastró consigo un minuto en su último movimiento. Lautman lanzó un suspiro, como si aquel acto mecánico hubiera sido una respuesta afirmativa a sus pensamientos. Toda existencia es vana repitió esta vez en un susurro, y se puso en pie. El dolor aun no cesaba, pero ya estaba acostumbrado.
Se vistió sin prisa frente al espejo, dedicándole a cada pliegue de su ropa una especial atención, como si de un ritual se tratara. El cristal, siempre respetuoso de la subjetividad humana, le devolvía, más que su reflejo, su propia percepción de sí mismo. Era un hombre alto, de porte elegante. Su negro cabello caía descuidadamente sin parecer desordenado. Su postura, segura y soberbia, contrastaba enormemente con su rostro surcado por las arrugas dibujadas con la tinta de la amargura. La soledad lo indujo a un silencio que apretó sus labios en una fina y dura línea. Sus ojos, grises tormentosos como su vida misma, reflejaban en cambio el temple de un espíritu calmo y paciente. Sin embargo, él no veía en el reflejo más que la figura de un hombre consumido y agotado, rendido ante la vida y sin mayor razón de perpetuarla que el miedo de ponerle fin por sus propios medios.