Por otra parte, la pequeña urbe de Aegea era una ciudad-estado perfeccionada y copiosa. Su puerto era maravilloso y lleno de vivos colores, donde todos los días se desplegaban y se reunían comerciantes, políticos y filósofos de muchas regiones del hemisferio, ya que sus habitantes eran muy dados al debate. La misma estaba favorecida por la protección de los guardianes del mar, conocidos en el dialecto local, como “kidemónesis zálasas”. El guardián del territorio era conocido como Nerós, y tenía siervos muy devotos. Entidad que estaba en desacuerdo con la lozana representación de las antiguas rúbricas de María, la madre de Tyrone.
Ya todos los tripulantes del Dalia se hallaban a cubierta, menos el flojo sátiro de Vitalis. Éste se mantenía aún “semi-muerto”, tendido completamente a lo largo del pasillo en el interior del barco, intentando superar la resaca de la noche anterior. Su rostro lo tenía cubierto con montañas de fieltros, telas, lienzos; todo aquello que pudiese bloquear la luz en su talante. Pues la claridad destruía cada uno de los umbrales existentes del dolor en la totalidad de su cavidad ocular. Por otra parte se encontraba Claus con su arpa cantando estrofas tontas sobre la tripulación, pero pegadizas a decir verdad, y un poco alegres. Cantaba sobre ellos, sobre las majaderías de Henerik, expresando su amistad por su mejor amigo Corban Quinn y molestando la existencia del calmado Andréas.
- ¡Por favor, Claus! ¿Qué cosas pesadas cantas? – riendo fuertemente el toro – Al menos afina – comenta haciendo reír a Andréas.
- ¡Qué ocurrencias tienes! – dice a carcajadas
- ¡Escuchen, escuchen! Callen por un momento – disponiéndose a canturrear
- ¡Dios santo!
- – “… y de reinos distantes comparecemos, reconquistando misterios y caminando sobre sirocos. Nos ilustramos, hacinándonos en el insigne Dalia de madera, una morada sobre la profundidad”– y ríe burlonamente – “Una morada que predica sobre la mar” – desentonando – “Y todos son capullos, ¡capullitos empollones del mar!” – bajando la voz para decir entre dientes – Menos tú, capitana – para seguir cantando tras justificar – “No hay dos como Eco de los mares, no hay dos como la mujer que aprendió a domar al mar”.
- Por favor, ya calla – hartándose de la vocecita desafinada, el soberbio Bemus.
- No, no quiero, ni lo haré – dándole la espalda mientras entonaba graciosas y elocuentes barbaridades.
- ¡Ay por los dioses, semental! – escuchándose un lamento proveniente debajo del suelo de la cubierta – Tu voz es molesta. Destroza de alguna manera todos los rincones de mi espíritu.
- Pero, ¿qué? ¿Es que no sabes apreciar el verdadero arte, Vitalis?
- No lo sé, Claus, pero no hay que visitar tu ciudad para darse cuenta que no tienes talento ninguno – entre quejidos - No vale la pena escucharte. Tu arpa no sana mi molestia. ¡Deja eso de una vez! – liberando acto seguido un lamento de jaqueca.
- ¿Qué-qué? – insultándose el centauro – ¡Cantaré con todo lo que mis pulmones den hasta llegar al puerto! – acomodando su arpa “… y en el Dalia amoblaba un…”
- Por favor calla, Claus – demanda Andréas apartando su instrumento
- Le voy a meter. Voy a cantarle hasta volverlo loco. No pararé hasta que se lance por la borda.
- No, no lo hagas– insiste.
- ¡No, Andréas!
- ¡Claus! – interviniendo Eco bruscamente, abalanzándose sobre él para taponearle la boca
- ¡Pero capitana…!
- ¡Shhh! – persistiendo en que calle
- ¿Qué pasa capitana? – pregunta Corban evaluando el comportamiento de Eco.
- Por favor… - hablando en voz baja – No hagan ruido. Déjenme escuchar.
- ¿Escuchar? – requiere perplejo el joven Henerik - ¿Qué cosa? ¿El silencio?
- ¿No escuchan? – inquietándose mientras se desplaza hasta la proa - ¿Dalia…?
- Igual lo siento, Eco. Pensé que venía de la tierra el sonido…
- ¿Resulta del agua? – algo incongruente se había comenzado a sentir en el entorno.
Un silencio espeso había sometido la periferia. No se sentía el bullicio de las gaviotas, ni el ruido de las olas. El viento había languidecido y la vela del trirreme ya no se dilataba con vientos favorables.
- ¿Qué sucede? – pregunta preocupado Henerik, pero su cuestión más que recibir respuesta, se inunda de perplejidad. Lo que sucedía era cuestionable. El silencio de momento se vuelve incómodo, siendo roto inesperadamente por un aullido de lobo, seguido a un alarido que heló la sangre de los tripulantes.
- ¡Dios santo, ¿qué es eso?! – floreciendo los nervios en Andréas - ¿Un aullido? ¿Un aullido de lobo en el mar?
- Eco…, me resulta difícil moverme. No hay viento – declara la voz del Daliágape.
- Por favor, continúa el rumbo. ¿Crees poder sin el viento?
- Sí, pero llevará más tiempo en llegar.
- ¡Hazlo! – deteniéndose a examinar las aguas
- Tengo un mal presentimiento, caballeros – interpreta el bien nacido Quinn – Siento algo prodigioso en estos momentos – volviéndose a sentir los aullidos. Esta vez escuchándose diáfano, translúcido, limpio. Pero lo extraño como tal no era el aullido, sino el alarido que le acompañaba nocivamente para la percepción del momento.
- ¡Por los habitantes de Musageta! ¿Qué es eso? – Claus se aterra, abrazando su arpa y retrocediendo en sus mismos pasos - ¿Un cetus? ¿Por qué un cetus?
«Un cetus viene siendo una palabra hatriana para identificar a cualquier tipo de monstruosidad marina»
El miedo habitaba al hermoso trirreme. Todos habían abandonado sus conversaciones triviales para prestarle atención a algo que podría ser peligroso. Motivo suficiente para que Vitalis saliera del nido que tenía formado debajo de los bancos bogantes. Era necesario analizar afuera la situación del momento.
Si por alguna casualidad el ambiente se convierte en algo más que un falso espanto, se tornaría en un problema realmente grave. La tripulación que no llega a sortear la quincena de hombres y un barco que por su construcción no permitía movimientos estratégicos ninguno, terminaría con la vida de la nave en un santiamén.
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Editado: 10.07.2020