caníbal de oro. «Eso no me importa, señor Pesca. En este país no nos interesa
el genio si no va acompañado de honorabilidad, pero si la hay, somos felices
de ver un genio, verdaderamente felices. ¿Su amigo puede presentar
referencias, cartas que acrediten su comportamiento?» Hago un gesto
despectivo con la mano. «¿Cartas? —digo— ¡Dios me ampare! ¡Ya lo creo,
ya! Montones de cartas, fajas de referencias si usted lo desea». «Con una o dos
tenemos bastante —respondió aquel hombre lleno de flema y dinero—. Que
me las envíe con su nombre y sus señas, y espere un poco, señor Pesca, antes
de que vaya a ver a su amigo quiero darle un billete». «¿Un billete de banco?
—le digo con indignación— Nada de billetes por favor, hasta que mi amigo
inglés los haya ganado», «¿Billete de banco? —dice el papá, muy sorprendido
—. Pero ¿quién habla de eso? Me refiero a que voy a escribir un billete, una
nota que le explique sus obligaciones. Siga usted con su lección, Pesca,
mientras copio lo que interesa de la carta de mi amigo». El hombre de
mercancías y dinero se sienta con su pluma, tinta y papel y yo vuelvo al
Infierno de Dante en compañía de las tres señoritas. Al cabo de diez minutos
el billete está escrito y las crujientes botas del papá se alejan por el pasillo.
Desde aquel momento ¡juro por mi fe, mi honor y mi alma que no me doy
cuenta de nada! La idea feliz de que por fin he hallado mi oportunidad y de
que el grato servicio que rindo a mi amigo más querido de este mundo ya es
realidad casi, esta idea me sube a la cabeza y me embriaga. Cómo regreso ya
con mis discípulas de la Región Infernal, ni cómo cumplo mis otros
quehaceres, ni cómo mi frugal comida se desliza sola en mi garganta, no lo sé,
es como si estuviera en la luna. Lo único importante es que estoy aquí, con la
nota del omnipotente comerciante en mi mano, y que me siento inmenso como
la vida misma, ardiente como el fuego y feliz como un rey. ¡Ja!, ¡Ja!, ¡Ja!,
¡Bien, bien, bien, muy bien! Y el profesor agitó la nota con las condiciones
sobre su cabeza, rematando su largo y fogoso relato con su estridente
imitación italiana del alegre hurra británico.
Entonces mi madre se levantó de su asiento y, con los ojos brillantes y las
mejillas encendidas, cogió las dos manos del profesor y le dijo emocionada:
—Mi querido, mi querido Pesca, nunca había dudado de su sincero afecto
hacia Walter; pero ahora estoy más convencida de ello que nunca.
—Desde luego que estamos muy agradecidas al profesor Pesca por lo que
ha hecho por Walter —añadió Sarah, y con estas palabras hizo el movimiento
de incorporarse como queriendo acercarse al sillón de Pesca también, pero al
ver a éste besar con efusión las manos de mi madre se puso seria y volvió a
hundirse en su asiento. «Si se permite con mamá estas familiaridades, sabe
Dios las que se tomará conmigo». Los rostros a veces dicen la verdad; y, sin
duda, esto fue lo que pensaba Sarah mientras volvía a sentarse.
A pesar de que yo también sentía verdadero agradecimiento por el afecto de Pesca, no experimentaba la alegría que debiera producirme la perspectiva
del nuevo empleo que se me ofrecía. Cuando el profesor acabó de besar las
manos de mi madre y cuando yo le di las gracias por su intervención, le pedí
que me dejara echar un vistazo al billete que su respetable señor me dirigía.
Pesca me alargó el papel con un gesto de triunfo.
—¡Lea! —me dijo el hombrecillo majestuosamente— Le aseguro, amigo
mío, que la misiva del papá de oro le hablará con lenguaje de trompetas.
La nota estaba redactada en términos lacónicos, contundentes y, en todo
caso inteligibles. Se me comunicaba:
Primero. Que el caballero Frederich Fairlie, de la casa Limmeridge, en
Cumberland, desea contratar por un período de cuatro meses como mínimo un
profesor de dibujo de reconocida competencia.
Segundo. Que este profesor deberá encargarse de dos clases de trabajo. La
enseñanza de pintura a la acuarela a dos señoritas y dedicará las demás horas
de trabajo a la restauración de una valiosa colección de dibujos que ha
alcanzado un estado de abandono total.
Tercero. Que los honorarios que se ofrecen a la persona que acepta a su
cargo y cumplirá debidamente con dichos trabajos serán de cuatro guineas a la
semana; que residirá en Limmeridge; que se le concederá el trato
correspondiente a un caballero.
Cuarto y último. Que se abstenga de solicitar esta colocación la persona
que sea incapaz de presentar las referencias más indispensables respecto a su
persona y aptitudes. Tales referencias se enviarán a Londres, a casa del amigo
del señor Fairlie, que está autorizado para efectuar todos los trámites
definitivos.
A estas instrucciones seguían el nombre y señas del patrón de Pesca en
Portland, y aquí la nota —o el billete— terminaba.
Ciertamente, esta oferta de un empleo fuera de la ciudad resultaba
atractiva. El trabajo prometía ser tan fácil como agradable; además, la
proposición llegaba en otoño, en la época del año en que yo estaba menos
ocupado; la remuneración, según mi propia experiencia en esta profesión, era
sorprendentemente generosa. Yo lo comprendía; comprendía que debería
considerarme muy afortunado si llegaba a ocupar aquel puesto, pero tan pronto
como hube leído la nota sentí una inexplicable inapetencia de hacer algo por
conseguirlo. Nunca antes mi deber y mi gusto se habían encontrado en una
divergencia tan irreconciliable y dolorosa.
—¡Oh Walter! Nunca tuvo tu padre una suerte como esta —dijo mi madre,
devolviéndome la nota después de leerla.