La dama de blanco

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nuevo a perseguirme. Sea como fuere resultó para mí un alivio que llegase la 
hora de la cena y me viese obligado a dejar mis soledades regresando a la 
compañía de las damas de la casa. 
Al entrar en el salón quedé sorprendido por el contraste entre las ropas que 
vestían, contraste entre las telas más bien que entre los colores. Mientras que 
la señora Vesey y la señorita Halcombe estaban ricamente ataviadas (de la 
manera que mejor correspondía a la edad de cada una), la primera de color gris 
y plata y la segunda con ese tono amarillo pálido que tan bien armoniza con la 
tez morena y el cabello oscuro, la señorita Fairlie vestía un sencillo y casi 
pobre vestido de muselina blanca. El traje era de una pureza inmaculada, y le 
sentaba de maravilla, pero se trataba de un vestido que hubiera podido llevar la 
hija o la mujer de un hombre modesto, y su aspecto resultaba mucho menos 
imponente que el de su propia institutriz. Algún tiempo después, cuando 
llegué a conocer mejor el carácter de la señorita Fairlie, supe que este raro 
contraste se debía a su natural delicadeza y a la repugnancia que sentía por 
cualquier detalle que pudiera aparecer ante los demás como una ostentación de 
su riqueza. Nunca consiguieron, ni la señora Vesey ni la señorita Halcombe, 
inducirla a que las aventajara en el vestir, ella que era rica, a ellas dos que eran 
pobres. 
Al finalizar la cena volvimos al salón. Aunque el señor Fairlie (emulando 
el gesto portentoso del monarca que recogió los pinceles de Tiziano) había 
dado órdenes al mayordomo de informarse acerca de mis preferencias para 
con el vino de después de la cena, estaba resuelto a resistir la tentación de 
pasar la velada en una soledad esplendorosa rodeado de botellas elegidas por 
mí mismo, y me consideraba lo bastante sensato como para seguir las 
civilizadas costumbres extranjeras pidiendo permiso a las señoras para 
levantarme al mismo tiempo que ellas de la mesa durante todo el tiempo que 
durase mi permanencia en Limmeridge. 
El salón en que nos habíamos instalado para el resto de la velada estaba en 
la planta baja y tenía las mismas proporciones y tamaño que el salón del 
desayuno. Al fondo, unas grandes puertas de cristal daban a una terraza 
maravillosamente adornada en toda su longitud con profusión de flores. La luz 
del crepúsculo, suave y opaca, caía sobre las flores y el follaje, mezclando 
armoniosamente sus sombras con los sobrios colores de las plantas, y el dulce 
aroma nocturno de las flores con toda su fragancia nos dio su saludo de 
bienvenida, entrando por las abiertas cristaleras. La buena señora Vesey 
(siempre la primera de todos nosotros en sentarse) se apoderó de una butaca 
situada en una esquina, se arrellanó en ella cómodamente y se durmió. La 
señorita Fairlie, atendiendo a mis ruegos se puso al piano, y cuando la seguí 
para sentarme junto a ella vi a la señorita Halcombe retirarse a un rincón junto 
a las ventanas laterales para proseguir con la lectura de las cartas de su madre bajo los apacibles últimos reflejos de la luz crepuscular. 
¡Con cuánta fuerza revive en mi imaginación aquel plácido cuadro familiar 
mientras escribo! Desde el sitio que yo ocupaba podía contemplar la grácil 
figura de la señorita Halcombe, mitad en la sombra misteriosa y mitad 
tenuemente iluminada, inclinada sobre las cartas de su madre que tenía sobre 
su falda; mientras, más cerca de mí, el delicioso perfil de la pianista se 
destacaba perfecto sobre el fondo oscuro de la pared del salón. Fuera, en la 
terraza, las abundantes flores, la alta hierba y las enredaderas se movían con 
tanta suavidad en el aire ligero de la noche que no nos llegaba el menor 
susurro. El cielo estaba despejado y el despuntar sigiloso de la luna empezaba 
ya a rayar en la parte oriental del cielo. La sensación de paz y de retraimiento 
aquietaba todo pensamiento, toda emoción, imponiendo un reposo sublime y 
arrobador. Esta quietud balsámica era más profunda a medida que la luz se 
extinguía y su influjo sobre nosotros se hacía más placentero al mezclarse con 
la celestial ternura de la música de Mozart. Fue una noche de visiones y de 
sonidos inolvidables. 
Todos guardábamos silencio sin movernos de nuestros asientos. La señora 
Vesey seguía durmiendo, la señorita Fairlie seguía tocando. la señorita 
Halcombe seguía leyendo, hasta que la oscuridad nos invadió por completo. 
Entonces la luna envió su luz a posarse sobre la terraza y sus rayos suaves y 
misteriosos refulgieron en el extremo opuesto del salón. El contraste con la 
oscuridad del crepúsculo era tan maravilloso, que de común acuerdo 
rechazamos las lámparas cuando las trajo el criado y la espaciosa estancia 
quedó sin otra iluminación que las llamas titilantes de dos velas sobre el piano. 
La música continuó sonando durante más de media hora, hasta que la 
deliciosa vista de la terraza bañada en la luz de la luna atrajo a la señorita 
Fairlie y yo la seguí. La señorita Halcombe había cambiado de sitio cuando 
encendieron las velas del piano, para seguir la lectura de las cartas. La 
dejamos allí sentada sobre una silla baja, al lado del piano, tan absorta que ni 
siquiera pareció darse cuenta de lo que hacíamos. 
No habíamos estado en la terraza ni cinco minutos, apoyados en su baranda 
frente a las puertas de cristal, cuando, en el momento en que la señorita 
Fairlie, por consejo mío, cubría su cabeza con un pañuelo para protegerse de la 
brisa del anochecer, oí la voz de la señorita Halcombe, llena de ansiedad, 
profunda, alterado su alegre sonido habitual, pronunciar mi nombre. 
—Señor Hartright ¿quiere venir un momento? Tengo que hablarle. 
Entré inmediatamente al oírla. El piano se hallaba poco más o menos en el 
centro de la pared interior. La señorita Halcombe estaba sentada junto a él, del 
lado más alejado de la terraza, con las cartas esparcidas sobre su regazo y 
tendía una de ellas a la luz de la vela. En la parte más cercana a la terraza había una otomana en la que me senté. Allí estaba cerca de las cristaleras y 
podía distinguir la silueta de la señorita Fairlie, mientras paseaba lentamente 
de un extremo al otro de la terraza, alumbrada por la radiante luna. 
—Quiero que escuche usted los últimos párrafos de esta carta. —dijo la 
señorita Halcombe—. Dígame si cree que arrojan algo de luz sobre su extraña 
aventura de la carretera de Londres. La carta es de mi madre, dirigida a su 
segundo marido, el señor Fairlie; está escrita hace unos once o doce años. En 
aquella época mi madre, su marido y mi hermanastra Laura vivían aquí 
mientras yo estaba fuera, terminando mis estudios en un colegio de París. 
Me miraba y hablaba con serenidad y también me pareció que con cierto 
esfuerzo. En el momento en que levantó la carta hasta la vela para empezar su 
lectura, la señorita Fairlie pasó delante de nosotros por la terraza, se paró un 
momento y, viendo que estábamos hablando, se alejó lentamente. 
La señorita Halcombe comenzó a leer lo que sigue: 
«Estarás ya aburrido, mi querido Philip, de oír perpetuamente cosas de mi 
escuela y mis alumnos. Te ruego que achaques estas repeticiones a la tediosa 
monotonía de la vida de Limmeridge y no a mí. Además hoy tengo algo 
interesante que contarte sobre una nueva alumna. 
«Ya conoces a la anciana señora Kempe, la de la tienda del pueblo. Pues 
bien, después de muchos años de cama, el doctor la ha desahuciado y se está 
muriendo poco a poco. Por toda familia tiene una hermana que llegó la semana 
pasada para cuidarla. Su hermana viene de Hamsphire y se llama Catherick. 
Hace cuatro días vino a visitarme y trajo a su única hija, una niña preciosa, un 
año más grande que nuestra querida Laura...» 
Cuando esta última frase salía de labios de la lectora, la señorita Fairlie 
pasó de nuevo delante de nosotros por la terraza. Canturreaba una de las 
melodías que acababa de tocar al piano. La señorita Halcombe esperó a que se 
alejara para continuar su lectura. 
«La señora Catherick es una mujer honrada, educada y respetable, de 
mediana edad, se diría que su belleza fue regular, sólo regular. Hermosa. Pero 
sin embargo hay un no sé qué en su persona que no acabo de interpretar. Es 
tan reservada en lo que a ella se refiere que parece ocultar algo, y tiene una 
mirada, no podría describirla, que me hace pensar que está tramando algo. 
Total, que uno diría que tiene delante un misterio viviente. En cuanto al objeto 
de su visita a Limmeridge es bien sencillo. Cuando dejó Hampshire para 
asistir a su hermana en esta última enfermedad, tuvo que traer con ella a su 
hija por no tener a nadie con quien dejarla. La señora Kempe puede morir en 
una semana o resistir meses y meses, y la señora Catherick vino a pedirme que 
permitiese a su hija Anne asistir a las clases en mi escuela; aunque sólo sería



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En el texto hay: misterio, mentiras, dama

Editado: 25.09.2022

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