ANDREA
El terror. El olor a alcohol. Su escalofriante respiración sobre mi piel. Sus manos como lijas recorriendo mi cuerpo. El dolor. La ropa hecha añicos en el suelo. La música. La sensación de sentirme presa en mi propio cuerpo. La rabia. La desesperación. El asco. La traición.
—Esto me pertenece por derecho, Drea. —Me tira del pelo con fuerza y su sucia lengua roza la piel magullada de mi cuello.
Es asqueroso. Nunca antes me había sentido peor. Las ganas de llorar son tan intensas que comienzo a temblar. Los temblores son tan fuertes que la dureza que presiona contra mi entrada contraída se sacude un poco buscando el punto exacto por el que iba a desgarrarme. No sé en qué momento empecé a llorar, o si dejé de hacerlo en algún punto de la noche. No sé cuándo dejé de luchar, de pensar siquiera que era una opción. Ni cuándo cerré los ojos o si en algún momento los abrí.
—Siempre seré el primero, nunca podrás olvidarme, preciosa.
Cada embestida es más dolorosa que la anterior. Tanto que no noto mis músculos desgarrarse a su alrededor. Un líquido cálido cae entre mis pechos, lo suficientemente lento como para que surque caminos en mi piel de porcelana. Tan lento que la caricia de la sangre parece lo más gentil que ha tocado mi cuerpo. Las heridas del pecho siguen rodando sin vergüenza, sin temor a las grandes lijas que destrozan mi cuerpo y esparcen el líquido carmesí por cada rincón que tocan. No sé cuándo paró todo. No sé si lo hizo. Ni siquiera sé cuándo deseé morir, pero lo hice.
La oscuridad me rodea en un silencioso abrazo. Tan pesada que puedo sentir sus garras sobre mí; tan bienvenida que casi lloro de alivio cuando me aferro a ella como si no existiera nada más.
Me incorporo rápidamente. Mi pecho subiendo y bajando a tal velocidad que tengo que poner una mano sobre él para intentar mantenerlo en su sitio. Un roce tan desesperado, tan necesario que tengo que calmar a mi cuerpo que rehúye de mi propio contacto. La humedad que cubre mis mejillas y también baña parte de la almohada, ahora gotea desde mi barbilla. Gruesas lágrimas que buscan limpiar el desastre que jamás podrá ser olvidado. Ni recordado en su totalidad.
No hay nada que pueda calmarme. Nada que me saque de este estado de seminconsciencia en el que aún puedo sentir sus manos sobre mi piel. En el que la sensación de opresión se mantiene intacta y el terror sigue acechando, dispuesto a terminar con cualquier atisbo de esperanza. Ni siquiera el agua fría de la ducha que ahora me congela, logra helar mis pensamientos. La esponja se pasea por mi cuerpo una y otra y otra y otra vez. Tantas que la piel sangra en algunos lugares y el suelo blanco donde se acumula el agua se torna carmesí.
La toalla que seca mi cuerpo es más gentil que las manos que lograron corromperlo. Tan suave que no parece empeorar el dolor de las heridas auto infligidas durante la ducha. Eso no evita que mi cuerpo se tense hasta ser doloroso. Ni que las lágrimas vuelvan a rodar por mis pómulos cuando llego a las cicatrices que sus dientes dejaron marcadas en lo alto de mi pecho. Eso no evita que la razón me abandone y la desesperación vuelva a apoderarse de todo.
No es real. No es real. Estoy a salvo. Estoy aquí. Estoy a salvo. Mi respiración parece calmarse con el mantra que no dejo de repetirme.
Mis movimientos son mecánicos, simples repeticiones motrices de lo que suelo hacer con normalidad. Me tenso al notar la tela sobre mi cuerpo, pero eso no evita que mi mirada siga perdida y mi mente escondida. El corazón sigue sin recuperar su ritmo normal, la sensación de quemazón no hace más que aumentar y sus palabras no salen de mi mente «nunca podrás olvidarme». El hijo de puta tenía razón, jamás lo olvidaría. Jamás podré olvidar lo que sentí, lo que aún siento.
Mi bajada hacia la cocina es, cuanto menos, fantasmagórica. No escucho mis pies golpeando el suelo ni hay una sola sospecha de vida en mis ojos perdidos. Estoy tan absorta que no me doy cuenta de que la taza que cojo está vacía, pero su ausencia no pasa desapercibida cuando me siento en el sofá y no noto la corriente eléctrica que me provoca la intensidad de su mirada. Estoy sola. Completa y absolutamente sola. Ya ni se molestan en vigilarme, quizás lo saben. Puede que sean conscientes de lo rota que estoy y estén convencidos de que no tengo nada por lo que luchar. A lo mejor han averiguado que morir en sus manos no sería tan malo como estar muerta en vida.
Por más que pongo la televisión, mi atención está en los recuerdos que pasan una y otra vez por mi mente. Recuerdo cada palabra, cada caricia, cada beso, cada embestida. Las heridas físicas son las más fáciles, con el tiempo se curan, aunque quede cicatriz. Lo realmente doloroso es el daño mental, después de algo así quedas totalmente acabada.
Una ligera corriente de aire frío azota la habitación. Ni siquiera volteo a ver de qué, o quién, se trata. No es hasta que unas manos cálidas sustituyen mi taza vacía por una llena, que me doy cuenta de su presencia. El sillón se hunde a mi lado y una manta rodea mi cuerpo. La calidez de la tela enciende una pequeña lámpara en mi oscuro remolino mental que ahuyenta las sombras. Las manos se apartan de mi cuerpo, la sangre deja de brotar, las heridas no son dolorosas y esa noche deja de existir. La bruma negra se aleja por los resquicios de la puerta y la luz baña el lugar. El aire vuelve a mis pulmones y la tensión desaparece. El cambio es tan brusco, tan bienvenido que dejo de reprimirlo, dejo de intentar retenerlo en mi interior. Las lágrimas salen disparadas y el llanto desgarrador hiere mi garganta. Mis manos buscan algo a lo que aferrarse mientras cada pedazo de mí se desmorona. Es su torso, su pecho duro y caliente al que termino abrazada, solo espero que su misericordia me conceda un último deseo. Solo quiero que acabe con esto, que borre el recuerdo de mi mente. Que elimine cualquier posibilidad de que vuelva a revivirlo.
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Editado: 29.10.2024