ANDREA
La casa está más silenciosa de lo normal. Desde la muerte de Lorenzo ha aumentado la carga de trabajo para los dos restantes. Lo que antes eran ocho horas, ahora se han convertido en turnos de vigilancia de doce. Más tiempo es sinónimo de más cansancio, lo que nos lleva a errores que se traducen en la ansiada libertad. Porque eso sigue siendo lo que persigo, ser libre. Lo que no tengo claro es de qué quiero liberarme. ¿De ellos? ¿De la carga que aún no sé que cargo? ¿Qué es lo que me retiene? ¿Por qué no he aprovechado las más de una oportunidades que he tenido de intentar alejarme de todo esto?
Mi mente sigue divagando sin rumbo. Camino por pasillos oscuros encabezados por preguntas sin respuestas, doblo esquinas marcadas en sonrisas enterradas y me dejo llevar por la tenue luz que parece brillar tan lejos que no logro distinguir el rostro de la sombra se planta frente a mí. ¿Quién eres y por qué estás encerrado en mi mente? Estoy a punto de formular la pregunta cuando otra figura me aprisiona desde atrás. Esto no debería pasar, es mi subconsciente por el que camino. No debería tener invitados. No ellos, porque por mucho que no pueda verles la cara sé que son hombres y uno de ellos me parece tan familiar que la bilis amenaza con escabullirse de mi cuerpo.
Cuatro manos comienzan a descender por mi cuerpo, destrozando la tela que lo cubre. No puedo moverme, estoy completamente en blanco. Aterrada. Cierro los ojos intentando hacerlos desaparecer, pero no lo necesito. Antes de que pueda concentrarme, ella los elimina. Solo un chasquido de dedos moldea todo lo que nos rodea, convirtiendo a las sombras en polvo negro. Sus pasos resuenan en la infinita estancia que vuelve más clara con cada centímetro que resta a nuestra distancia. Ella es la luz, pero también la oscuridad. Esa dualidad la —nos— ha mantenido con vida. El agradecimiento muere en la punta de mi lengua, porque en cuanto la sonrisa comprensiva pinta sus labios, me echa a mí también de su espacio.
No sé cómo llegué al piso de arriba, ni por qué no acepté el ofrecimiento de Dan de acompañarme hasta la habitación. Supongo que eso lo hacía parecer más un carcelero que acompaña a los presos a la celda que un amigo, o lo más parecido que podía tener aquí. Estoy intentando encontrar sentido a mis pensamientos cuando paso frente a la habitación de Hache y los lamentos y gritos de sufrimiento me congelan en el sitio.
Giro lentamente la cabeza hacia la luz anaranjada que se cuela por el resquicio de la puerta. Con el corazón latiendo en la garganta, acerco la mano al picaporte. Aunque sé que no debería querer entrar; que acercarme aquí es peligroso, no me detengo. Por el contrario, limpio el sudor de mi frente y continúo acercándome al trozo de madera candente que irradia un calor infernal. Joder. Hasta el tonto más tonto sabría que esto no es buena idea. Debería alejarme de él, su habitación y el infierno que lo rodea. Debería olvidarme de Hache. Debería...
Mis pensamientos se cortan de raíz cuando el metal quema mi piel. Pero, en lugar de apartarme con brusquedad, me quedo ahí parada, observando las capas superficiales del epitelio quemándose. ¿Por qué no duele? ¿Por qué se siente tan bien?
Abro la puerta con cuidado. Quizás me esté volviendo más loca de lo que ya estoy o puede que el secuestro se les haya ido de las manos y hayan optado por drogarme. Sí, debe ser eso. Tengo que estar drogada o la imagen que tengo delante no tendría sentido. No es la habitación del moreno, sino una basta llanura de tierra roja con un sol abrasador en lo alto del firmamento. Los gritos siguen armonizando la escena y los monstruos se pasean por el paraje sin rumbo alguno. Algunos incluso se lanzan al río de sangre que corre desde las montañas negras escarpadas del fondo. No tardo demasiado en ubicarlo con sus anchos hombros dándome la espalda. Con ese porte tan regio que parece el puñetero Rey del Averno. Puede que tuviera razón, quizás él sí era un demonio. O quizás lo éramos los dos.
No necesito hablar para captar su atención, se gira en cuanto nota mi presencia. Nuestros ojos conectan en la distancia y una sonrisa tira de los extremos de sus labios. Algo se remueve en mi interior como una adolescente hormonada incapaz de controlar sus instintos más primarios.
—¿Un baile, princesita? —Me invita a entrar tendiendo la mano en mi dirección.
Sus ojos brillan cuando doy un paso adelante. La brisa calurosa roza mi piel y las mejillas de ambos se tornan rosadas. Está guapísimo en esos pantalones oscuros y camiseta blanca. Con un ligero movimiento de cabeza se deshace del par de mechones que le caen por la frente. Es arrebatador. Sofocante como el Averno que nos rodea. Una corriente recorre mi cuerpo desde la espina dorsal hasta la punta de mis pies, parando un par de segundos más de lo necesario en mi entrepierna. ¿Qué está mal conmigo? Demasiadas cosas, en realidad.
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Editado: 29.10.2024