DEBRA
Seis meses atrás...
Cierro los ojos, disfrutando de la calidez de los rayos del sol sobre mi piel. La suave brisa matutina acariciando mis poros sin restricción. Algunos no entenderán lo placentero que pueden llegar a ser estos efímeros momentos de paz en los que la sangre no cubre mis manos y la venganza se funde en lo más profundo de mi mente. Son solo unos segundos que saboreo como si fueran pequeñas eternidades en las que me gustaría perderme hasta olvidarme de todo. De todos.
Escucho unos pasos acercarse con calma. Con extremada calma. Mi cuerpo se enciende sin saber por qué, pero me obligo a mantener los ojos cerrados unos segundos más. Aparentar tranquilidad cuando mi cerebro no puede parar de dar vueltas en mi especialidad. Soy capaz de crear tantas máscaras tras las que me escondo que a veces es difícil quitármelas todas.
—No es culpable —No es la voz profunda que me atraviesa sin piedad. Ni tampoco una afirmación que ya conocía. Es su presencia asfixiante que me roba el aliento.
Javier Jiménez. Su pelo negro y ojos oliváceos son capaces de hacer perder el norte a cualquiera que lo tenga en frente. Su mandíbula bien definida, cuerpo trabajado y aire misterioso lo convierten en un buen trofeo entre el público femenino. Es un poco prepotente, ligeramente insoportable y sexy, pero no. No es culpable.
—Lo sé —respondo casual abriendo los ojos y allí está: imponente, oscuro.
Levanto las lentes oscuras que me protegen de la luz del sol y le pido al camarero otro zumo de naranja mientras sus ojos me escrutan con curiosidad.
—Si él no es tu objetivo, ¿por qué llevas una semana siguiéndolo?
Es curioso que crea que tiene derecho a exigir respuestas, mucho menos que se las daré gustosa sin esperar nada a cambio.
—No lo sigo a él.
Con un suave movimiento de cabeza le indico la dirección en la que debe mirar. Sus ojos dejan al chico de ojos oliváceos que lleva dos horas comiendo con amigos para dirigirse al Audi gris donde se topan con una joven rubia con gafas de sol, gorra y poca idea de cómo hacer una vigilancia sin ser vista.
El entendimiento aclara su mirada hasta que cree tener la suficiente información como para relajarse contra el respaldo de la silla con una sonrisa pendiendo de sus labios. Sus piernas se extienden hasta rozar las mías.
Intento no sorprenderme con la corriente eléctrica que recorre mi cuerpo con su contacto. No pienso en la humedad que cala mi ropa interior ni en la repentina necesidad de probar esos labios que prometen más de lo que pueden sostener.
—Así que vas a por ella. ¿Por qué? ¿Es demasiado rubia? ¿No te gustan sus gafas de sol? ¿O es su pésimo intento de pasar desapercibida?
Mentiría si dijera que sus palabras no logran sacarme una sonrisa. También lo haría si no estuviera pensando en cómo contrastaría el color oscuro de la sangre corriendo por su cuello extendido.
—Vamos —me llevo el vaso a los labios— te creía más inteligente.
Sus ojos no se separan de mis labios humedecidos por el zumo. Los veo oscurecerse cuando paso la lengua para limpiar los residuos húmedos que han quedado esparcidos por la suave superficie. Lo que me lleva a pensar cómo sería si fuera él quien lo hiciera. Cómo sabrían sus labios sobre los míos. ¿Serían tan demandantes como imagino?
Sus músculos se contraen casi como si mis pensamientos se hubieran dibujado en mi cara y pudiera leerlos con la misma facilidad con la que yo los imagino. Quizás me esté pintando desnuda en su mente como yo lo estoy haciendo con él.
—El falso testimonio —reflexiona en alto—. Esa rubia es Raquel Cóndor, la demandante que lo acusa de agresión sexual. Y, por lo que me has dicho, ya sabías que él nunca la tocó. Es más, huyó de ella durante toda la noche. —Sonrío, escuchando atenta, sorprendida por la rapidez con la que establece conexiones con la información que tiene—. Esta vez no vas a por el supuesto agresor, vas a por la autoproclamada víctima.
—¿Por qué? —lo reto.
—Porque la veracidad de su testimonio es nula. Su falsa acusación está desviando recursos importantes que podrían ser decisorios en otro caso real de agresión sexual. Porque está convirtiendo un trauma en un juego.
Me alegra la rapidez con la que me entiende; la facilidad con la que comprende el por qué de mis acciones.
—Porque está convirtiendo un trauma en un juego. —Sus ojos me recorren en busca de grietas entre las que poder entrever algo que no dejaré que vea—. Tu trauma —susurra cuando cree haber encontrado lo que estaba buscando.
Lástima que no sea así.
Una fuerte carcajada emerge de lo más profundo de mi garganta. Si de verdad piensa que ese comentario va a remover lo más mínimo en mí, está muy equivocado. Puedo escuchar el llanto ahogado de Andrea resonar en mi mente mientras río. Siento su dolor punzante en el fondo de mi garganta, su miedo quemando detrás de las pupilas.
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Editado: 29.10.2024