La Doncella de la Oscuridad: Libro 1©

Capítulo 1: Étoile

Ella deseaba que las cosas hubiesen sido distintas. Que el transcurso de su naturaleza hubiera tomado otra forma. Una más idealista, seducida por ensoñaciones. Pero eso todo el mundo lo quiere, si estuviera al alcance de la mano todo sería más fácil… nunca se sabe, es de suponer que las circunstancias no dejan espacio para pensar en las consecuencias. Tal vez lo mejor sea dejar que todo suceda a su debido tiempo. Dejar de navegar contra la corriente, quemada, aunque las heridas despedacen su envoltura. Porque hay veces que simplemente el viento no sopla a favor y acaba arrastrando contra las cuerdas ante todo aquello que no se puede resolver, que ahora forma parte del pasado. Siempre depende de la perspectiva con la que se mire y, en el fondo lo único que queda es dirigir la vista hacia el frente y dejar fluir el raudal, sin pretender tomar el control absoluto, ni tan siquiera creerlo, ya que ciertamente es imposible, como bien dictan las experiencias. 

Es curioso cómo las personas llegan a adquirir el hábito de ser desgraciadas e infelices, en un mundo plagado de infortunios, se alcanza con demasiada facilidad. Pero así es y será nuestra alma, incontrolable, arrasadora, por lo que una mano necesita para desbordar el llanto del corazón y los sollozos que lo persigue a lo largo del camino. 

Ante el terrible azar de las desdichas, muchos luchan por olvidar mientras enmascaran el dolor que por dentro les carcome, otros permanecen anclados atrás en tanto que baten insondables duelos frente a sus memorias, encadenados en un silencio perpetuo y, algunos aceptan la verdad, no temen los rumores y murmullos que a sus espaldas se mencionan y ante todo, salen adelante y así mismos se dan una oportunidad, una que se debe aprovechar, pues en presencia de cualquier eventualidad que suceda, por extremadamente traicionera que sea, nada está en manos de nadie y ninguno está preparado. Solo hay que aprender a dejarse llevar, embestir los inquebrantables azotes del viento. Jamás doblegarse como un prisionero bajo las vejaciones de su señor, mantenerse en pie, aunque cueste, puesto que no se trata de un camino de rosas. 

Lo veía todo muy claro, tan claro como la luz de la mañana. 

… 

Albert Fauredumont era un hombre de auténtico linaje francés, connatural de la baja sociedad, pero ante los predilectos terratenientes de capa alta siempre ha sabido atar bien los cabos para no salir mal parado, pues en aquella época resultaba ser una habilidad necesaria para la supervivencia. Por desdicha, la marcada diferencia entre jerarquías había provocado innumerables enfrentamientos internos, y es por eso que lo más recomendable para cualquiera es aprender a cubrirse bien las espaldas. 

Nativo de la vetusta aldea feudal Var-Couilles, uno de los lugares menos concurridos que pueda encontrarse en el país, más antiguos y aislados de las ciudades y villas, más a pesar de ello le era leal a la tierra de la que brotan sus raíces. 

Él nunca había conocido a sus padres, nunca había llegado a saber nada ellos ni la razón por la cual le abandonaron. Tan solo tenía la certeza de que iban a dejarlo bajo el cuidado de su tío durante un fin de semana cuando él era un mozuelo, por lo que el mismo pariente le había contado. Jamás regresaron. 

A muy temprana edad, había empezado a trabajar junto con su tío como mercader, un oficio en el que contando con astucia e ingenio se puede llegar muy lejos. Él siempre le decía a su sobrino que tenía maña para la persuasión y ese don no lo tiene cualquiera. 

Albert se cercioró de que tal vez si se dedicaba a continuar el negocio, puede que le fuese bien, o incluso mejor y tenga una buena vida en un futuro. Quien sabe, quizá él haya nacido para esto. 

Siempre de aquí para allá, recorriendo villas, zocos, campos de trigo, bosques frondosos, bazares… entre la masa de desarraigados y aventureros, que navegan por las mismas aguas. 

Sin embargo durante el camino muchas veces tenían que mantenerse en un punto medio, tanto por los impuestos que los señores feudales les obligaban a pagar por la entrada a su latifundio, como por las guerrillas y vándalos que con frecuencia asaltaban los carros con la mercancía. Más de una vez les había pasado, pero todo se aprende con la experiencia necesaria que adapte los ojos a las condiciones que el mundo les impone.

A los diecisiete, se embarcó en los intercambios mercantiles con algunos países europeos. Sin duda alguna era buenísimo en lo que se refiere a la venta, y sin quererlo, la aureola de nombradía como señalado comerciante atrajo a gritos mudos numerosas rivalidades. Se le venía encima una riada de disturbios que no le favorecía en absoluto, de manera que tenía que llevar a raya el estatus en el que ondeaba su bandera, y lo sorprendente era que aquello era lo habitual en su rutina. 

Para colmo de males, se veía obligado a partir del lugar donde establecía su rica variedad de mercadería con reiteración, pues la competencia era capaz de plantear sabotajes o robos a su costa. 

Con el tiempo había aprendido a vivir con ello, al fin y al cabo eran gajes del oficio. 

A lo largo de sus viajes, nunca se había preocupado en la búsqueda del amor. Fue un hombre insensato que dejó pasar el tic-tac del reloj mientras únicamente se enfocaba en conservar su vivienda, tener de qué comer y obtener ganancias en su trabajo. Claro que todo aquello era de gran importancia, por lo tanto era necesario establecer prioridades. 

Él creía que algún día ocurriría de la forma más inesperada, en el lugar más imprevisto, en el momento más espontáneo. Y así fué. Por suerte la juventud aún no lo había abandonado. 

Conoció a Francine, el amor de su vida, al pie de la región de Aquitania. En la bastida de Monpazier precisamente. Un lugar que a pesar de haber sido testigo de numerosas batallas y rebeliones, sostiene todo su encanto y el origen de un amor hirviente que duraría para siempre.




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