La doncella que limpiaba los cristales

2

El jefe O'Neill, con las manos metidas en los bolsillos de su pantalón, de corte y calidad impecables, miró distraídamente a través de la ventana de su oficina. Se preguntaba si el recientemente ascendido inspector Scubs sabría manejar la situación a la que debería enfrentarse y, a la vez, se detestaba a sí mismo por ponerlo en duda. Scubs era, por lejos, su mejor hombre, ¡caramba, si por algo él mismo lo había propuesto para su promoción! Pero O'Neill había confiado en que, al menos durante los primeros casos de los que tuviese que hacerse cargo en su flamante puesto, él estaría allí para servirle de apoyo ante cualquier problema que el joven no acertara, o desconociera cómo resolver. Pero para ello habría tenido que darse la lógica de que dichos crímenes sucedieran en Londres y no a veinticinco millas de distancia.

—¿Me llamó, jefe?

O'Neill giró la cabeza asombrado, no había escuchado la puerta abrirse. Tras ella se asomaba su reciente inspector. Le hizo una seña para que entrara.

Jeremy Scubs era alto, de cuerpo macizo y robusto. Las suaves ondas de su cabello castaño rojizo se acomodaban en su cabeza sin orden alguno por lo que había adquirido la costumbre de llevar con los dedos, hacia atrás de la oreja, un mechón que caía permanentemente sobre su ojo derecho. Sus pómulos eran altos y bien definidos, su nariz recta estaba cubierta de un manto de pecas que se extendía, desvaneciéndose gradualmente, hacia las mejillas. Tenía labios finos y sonrisa fácil.

—Siéntese, Scubs —ordenó el jefe disponiéndose a hacer lo mismo—. Tengo un caso para usted. —Levantó una ceja—. Confío en que estará a la altura.

—Yo también lo espero, señor —replicó Scubs sonriendo. Se sentó en la pesada silla frente al escritorio y sostuvo el sombrero entre sus manos. O'Neill le extendió un papel.

—Esta nota fue enviada esta mañana por el Jefe Miller, de Hillside Bell, léala.

El inspector tomó con pulso firme el papel y luego de leerlo, lo dejó sobre el escritorio y se echó hacia atrás, esperando que el jefe dijera algo. 

Pero O'Neill lo miraba fijamente a los ojos sin abrir la boca. ¿Sería Scubs realmente capaz de hacerse cargo de un caso de asesinato sin su asistencia?

—¿Hay algo más que quisiera decirme? —preguntó el inspector.

El superior inspiró hondamente. No tenía otro efectivo disponible en esos momentos y él no podía abandonar su puesto.

—Tiene sitio reservado en el próximo tren que sale de Paddington —dijo por fin—. El sargento Flanagan lo acompañará. —Scubs asintió con la cabeza, se puso en pie y acomodó la silla bajo el escritorio—. Exhiban su placas. En Hillside Bell habrá un agente esperándolos. El pueblo está a unas veinticinco millas de aquí, supongo que no será necesario que alquilen habitaciones, pueden regresar en la noche y volver al dia siguiente, ¿no cree?

—Sí, señor.

A O'Neill, en realidad, le daba lo mismo si se quedaban una semana en el pueblito o regresaban cada día, lo que quería era mantenerse informado de forma permanente hasta tener la seguridad de que Scubs podía hacerlo sólo.  Y bien. 


 


El trayecto hasta Hillside Bell se hizo largo. Los dos policías estaban nerviosos. Para Scubs era su primer caso como inspector, y para Flanagan, su primer asesinato. Viajaron en silencio, sumidos en sus propios pensamientos.

El agente McAvor los recibió en la estacioncita del pueblo, que no era más que una caseta de techo inclinado con un anden de poco mas de treinta metros.

Los llevó en un carruaje de alquiler hasta la comisaría y allí les presentó al jefe Miller, un hombre regordete, de pelo finito y nariz redonda. Luego de las presentaciones de rigor, Miller les informó lo que sabía.

—Tal como le dije al Jefe O'Neill —expresó—, somos un pueblo muy pequeño. Apenas si se produce algún accidente doméstico de cuando en cuando, o alguna riña en la taberna del Sapo Karli, y esto es solo cuando alguno de los hombres ha tomado un poco de más, ya me entiende. —Sonrió con picardía—. Ni siquiera hemos tenido robos serios, más que algún raterillo necesitado de un trozo de pan que llevarse a la boca, no más de eso. —Hizo una pausa para observarlos—. Bueno, es cierto que hace algunos años le robaron unas piezas costosísimas a la señora Lee, pero no fue más que culpa suya. La pobre se encandiló, por así decirlo, con la amabilidad de un caballero que dijo ser pintor de cuadros. La muy necia le dio albergue en su casa. ¡Pobrecilla! No era más...

—Pero nunca un asesinato —interrumpió Scubs con una sonrisa forzada, no estaba dispuesto a escuchar los chimentos de todo el pueblo. Al menos no todavía—. Ya lo comprendo. ¿Podemos ver el cuerpo? En su nota decía que murió de una cuchillada ¿es verdad?

—¡Oh, sí, inspector! —El jefe Miller se ruborizó al comprender que se había ido por las ramas. Ya su esposa le decía que hablaba demasiado—. El doctor Stevens se hizo cargo del cadáver y lo llevó a la salita de asistencia donde hizo o hará, una autopsia, aunque no sé de qué serviría. —Se rascó la cabeza—. Salta a la vista que la pobre mujer fue acuchillada. Era la señora Elinor Woods, ama de llaves de los Aldridge. —Tomó su sombrero de un gancho en la pared—. Les acompañaré.

Si bien a Scubs no le hizo ninguna gracia que el parlanchín policía los acompañase, tuvo que reconocer que era indispensable que alguien del lugar lo hiciera, ya que Hillside Bell les era, tanto a él como a Flanagan, absolutamente desconocido. Y si bien el pueblo era pequeño, poseía unas cuantas rotondas y pasajes que podrían marear a cualquiera.

Recorrieron unas cinco calles y giraron dos veces por un sendero de pedregullo por el que únicamente se podía andar a pie, demasiado angosto para un carro.

La salita de asistencia médica era una casa más bien pequeña, con una puerta de madera hermosamente lustrada y dos ventanas a los lados que lucían coquetas cortinas con estampados de flores en rojo y verde. Una plaquita de peltre claveteada al costado de la puerta indicaba su servicio.




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