Emily apretaba el vestido bajo sus manos con nerviosismo mientras esperaban porque Murdock llegara en el auto.
Tenía mucho miedo y no se preocupaba por ocultarlo. Le palpitaba la cabeza casi tanto como el corazón y los ojos se le humedecían sin largar ninguna lágrima.
Estaba caminando directo a la horca, sin presentar batalla, sin intentar salvaguardarse una vez más, aunque todo fuese en vano. Sentía que si abría la boca solo lograría que se le escapara todo el aire que tenía en los pulmones, y no se creía capaz de poder volver a cargarlos de oxigeno de nuevo si eso sucedía.
En qué carajos me metí pensó por centésima vez mientras miraba por la ventana todo Beverly Hills.
No podía disfrutarlo, en ese momento solo veía las cosas feas que la contaminación lumínica le mostraba de aquel majestuoso lugar; las grietas en la avenida, las hojas secas en las palmeras, el perro feo de una señora igual de fea haciendo sus necesidades en un escalonado y dejando los deshechos abandonados.
¡Eso es un delito, señora!
De todas maneras, ¿quién saca a su perro a las dos de la mañana?
Suspiró entrecortada por el corsé. Todo estaba bien, o al menos bien en los parámetros en los que se podía cualificar el momento.
Todo era intangible por instantes, como estar en la cima de una montaña rusa, justo antes de que el carrito cayese en picada. Primero va lento y medido, subiendo la cuesta con el ruido de engranajes viejos que produce la llanta contra el riel. Mostrándote el panorama que te rodea y la altura a la que te debías enfrentar.
El carrito de Emily se precipitó apenas vio la lujosa camioneta de Murdock estacionar en la entrada del edificio. Su cuerpo se hizo para atrás de forma instintiva y aquel gesto de alguna manera alertó a los demás que el joven ya había arribado.
—Todo va a salir bien —comentó Jamie, más para él mismo que para tranquilizar a Emily—. Esto va a funcionar…
Harlem se acercó taconeando el suelo con sus zapatos acharolados, le acomodó el vestido y le besó la frente.
Entre carcajadas le dijo algo con rostro alegre, pero no lo oyó. Cranberry se abrió paso a los empujones para retocarle el maquillaje con rapidez y delicadeza.
Murdock abrió la puerta y sin decir nada la tomó de la mano para llevársela fuera del departamento.
Ese silencio le confirmó lo peor; él estaba tenso.
Todos estaban tensos.
Ella estaba muerta.
—¡Suerte, hermosa! —chilló Harlem moviendo el brazo desde la puerta color ocre como si fuese la reina de un carro alegórico.
Caminaron en línea recta hasta llegar a un ascensor de tonalidades doradas y apenas estuvieron en quietud, el chico pudo respirar con más libertad y soltar la sudorosa mano de Emily para secársela en la chaqueta.
—Estás bonita, Emy —murmuró con gesto sorprendido cuando la observó con más detenimiento.
Ella no pudo ni sonrojarse, estaba aterrada ante todas las imágenes negativas que se le agolpaban en la mente sin orden alguno. Su respiración comenzó a agitarse y el corazón le latía a mil por hora, parecía estar corriendo una carrera con el tiempo para ver quién llegaba primero a la meta.
¿Su prematura muerte o la vergüenza pública? ¿La salud de su corazón o el odio de Danton Lane?
—No puedo hacer esto —chilló sintiendo como la desesperación fluía de ella, ya no podía mantenerla dentro de su cuerpo; le salía de los poros—. Será un desastre Murdock, no funcionará, va a ser tan vergonzoso… —murmuró dejándose caer suavemente contra una de las frías paredes del elevador.
—No, no, escúchame —exigió Mur, posicionándose frente a ella para tomarla de los hombros, buscando que lo viera a los ojos. Emily lo inspeccionó, traía puesto una versión moderna de los uniformes yankees de la guerra civil como traje, algo que se le veía super bien—. Todo saldrá bien, todo irá acorde al plan, si no funciona, no funciona, pero tú no pasarás vergüenza Emy; te vas a divertir.
—Pero…
—Estás tan bonita que los actores más famosos van a formar línea para poder bailar contigo —le dijo reponiéndose cuando las puertas del ascensor abrieron y ambos salieron caminando a bonita antesala alfombrada de rojo y llena de cuadros que lucían victorianos—. Podrás sacarles fotos a ellos y a todo lo que quieras.
Emily ladeó la cabeza, mirándolo con aprensión mientras le mostraba las manos vacías;
—Por como verás no traje mi cámara.
Él sonrió y guiñó de manera cómplice;
—Pero trajiste tu iPhone.
—¿Qué? —cuestionó ella—. Yo no tengo…
Murdock metió la mano en el bolsillo mientras se detenían frente a la puerta doble que daba al exterior, sacó un celular táctil, cuya carcaza era color rosa con detalles de pequeñas flores marrones, amarillas y blancas, y se lo entregó.
—Feliz cumpleaños retrasado —dijo con media sonrisa—. Y diviértete, Emily Fern.
La tomó por el brazo. Emily guardó el pintoresco iPhone dentro del diminuto bolso de mano en el cual apenas si cabía, y ambos salieron del edificio, aprontándose a la camioneta.
Preparándose para el principio del contrato.
.. .. ..
Todo lo que duró el viaje fueron predominantes las lentas y consideradas explicaciones y procederes de Murdock.
Que llegarían, justo a las dos treinta, hora en la que no había tantos paparazis en la entrada de Chateau Marmont, en la que, dicho sea de paso, ya no habría que sentarse en la incomodidad de una mesa a comer y compartir con gente; ya se abrían las pistas de baile, un par de copitas de cara champaña y ya nadie haría más que bailar, simular que se escuchan a través del sonido de la música y sacarse selfies con un alto flujo de alcohol en sangre.
Por supuesto que nada de eso la tranquilizó, menos luego de ver como el imponente hotel donde se ofrecía la fiesta se presentaba más y más cercano cada vez.