—Don Rogelio ¿se encuentra bien? Don Rogelio ¡despierte!
Poco a poco vuelvo en mí, otorgando formas y colores a aquello que tengo delante de mis luceros. Éstos se desperezan paulatinamente, distinguiendo entre esas formas a una mujer anciana hablándome con vocablos metálicos y lejanos.
—Don Rogelio, ¿quiere que avise a alguien? —Su voz suena cercana y más natural a medida que mi cabeza regresa…
—No gracias, no es menester —replico, levantando del suelo mis octogenarios huesos.
Es bastante evidente la cara de preocupación de la señora. Estoy aquí y allá, confuso en cualquier caso. Toco mi cuerpo y lo exploro de pies a cabeza. Recién despierto y recién llegado de algún rincón del tiempo. Busco familiarizarme con el entorno y curiosamente se me hace conocido y desconocido a la vez.
El cielo está rojo intenso, concentrándose las nubes en círculos estrechos y alargados. Entre éstas se dispone un espacioso agujero oscuro del cual salen intensos fogonazos lumínicos. Todo tan confuso y turbador. Echo otra visual a lo de cerca y a lo de lejos y entremedias vuelvo a palpar mis carnes. Efectivamente es mi cuerpo pero ¡demonios! No puede serlo ¡es imposible!…
—Don Rogelio ¿se encuentra bien?
Antes o después la buena señora me bombardeará a preguntas para las que ni yo mismo tengo respuestas. Es por esto que a mi ritmo termino incorporándome. Recojo el bastón; la miro con agradecimiento y tras mostrarle el pulgar hacia arriba prosigo camino. ¿La conozco? Ella a mí evidentemente sí. ¿Me habrá sucedido algo similar cincuenta años atrás? Mis remembranzas parecen confirmarlo…
Ante mi persona un camino mal parcheado y este intenso viento que enreda los cables de la luz. Otra vez mi angustia a no sé qué; resbaladiza como ella sola hasta clavarse dentro de mi pecho. ¿De verdad éste soy yo? ¡Sí y no!…
Intento recordar mi vida pasada buscando agarraderas a las que asirme con fuerza. Sin embargo toda ella parece estar petada de borrones insalvables. Trazos desmemoriados y trazos deslavazados que me embrollan.
Mi lento caminar de huesos quebradizos. Llego al punto cero, sí, al origen del evento y de eso me acuerdo. No obstante sigue siendo la cosa tan indeterminada…
Ambiente frío, viento silbante, lluvia seca, tráfico escaso y personas igual de escasas. Poco de todo y nada de mucho. Mi vida pasa a ser aire atragantado, pedazos de otras vidas rotas y arrancadas de cuajo para ser pegadas a la mía…
Allá está, a tiro de piedra. La vieja grúa, oxidada ¡punto cero! ¡Punto cero! ¡Punto cero! Resonando dentro de mi cráneo. Minutos encerrados, horas agónicas ¿así debe ser? Orgullosa en su testarudez, desafiante, devorando décadas agarradas con firmeza a sus hierros. Algo dentro de mí lo confirma de nuevo a viva voz… ¡punto cero!
Lo he vivido con antelación. Esto también lo tengo presente. Erre que erre, punto cero de uno o más hechos que provocan confusión en mi mollera. Este cuerpo no me pertenece ¡no puede serlo! ¿Cómo he llegado aquí? ¿Dónde se agazapa la verdad y dónde la mentira?…
Voy hacia aquel manojo de hierros oxidados. Mi memoria desmemoriada calca a la perfección cada uno de sus recovecos y cada uno de sus tornillos. Entonces una fuerte ráfaga hace que se menee; cruje y se lamenta en su idioma metálico.
Deja en el ambiente mil y un quejidos antes de perder estabilidad. Los contrapesos ceden y la corroída estructura se viene abajo, desplomándose a mi paso. No sé las toneladas que me vienen encima pero si sé, porque las siento, que mis artríticas piernas tiemblan como las de un niño asustado por sus terrores nocturnos.
Me golpea la sien de refilón y de nuevo me veo abocado al suelo, reconocible sí y no en cada centímetro. La sangre emana de la herida mortal y mortalmente la noche se clausura sobre mis párpados.
Aquí yace este fiel servidor de ustedes, contemplándose inerte, desfallecido y aún en tal tesitura mi lucidez vomita legiones de recuerdos abstractos. Trozo de tierra atemporal, usted desdichado señor fallecido y no fallecido; observando en primera persona mi propio cadáver ¡velándolo!
Respiro como si en cualquier momento fuese a terminarse el aire o al menos la ración que me toca. Enseguida intensos zumbidos sacuden mis oídos de forma tan intensa que debo cubrírmelos con las manos. Antes del siguiente acto caigo redondo al suelo…
—Don Rogelio, ¿se encuentra bien?… Don Rogelio ¡despierte!
Una mujer mayor me habla.
—Don Rogelio, ¿quiere que avise a alguien?…
—No, gracias, no es menester —replico, incorporándome a duras penas.
¡Han pasado cincuenta años en un milisegundo! ¿Hacia delante o hacia atrás? El mismo camino parcheado y las mismas sensaciones apesadumbradas. Ahora, ayer, mañana ¿siempre? Allá está la vieja grúa, tan vieja como yo. Me quedo aturullado, abofeteado por recordaciones fijadas a otra época que quizás sea propia…
Debo contemplarla quedamente, sintiéndome forzado a ello y un mal presentimiento me abate. Vuelve el ruido resquebrajado, los hierros oxidados y los pernos a doblarse como mimbres. Éste que les escribe en medio, mirándola acongojado, frente a ella confrontándola como a un pelotón de fusilamiento. El viento sigue emperrado en lanzar su puño contra su estructura metálica. Finalmente cede y la grúa se viene abajo. Golpea el suelo violentamente y yo… pierdo la cabeza.
—Rogelio, ¿te encuentras bien?… Rogelio ¡aguanta!
Una mujer casi tan joven como yo me habla, sin dejar de presionar la herida.
—Rogelio, he avisado al capataz ¡aguanta! ¡Aguanta! ¡Ya viene la ayuda!
El cielo ha comenzado a adquirir una singular tonalidad rojiza, muy intensa. Las nubes parecen apilarse en círculos estrechos y alargados sobre un extraño agujero oscuro ubicado en el centro de la bóveda celeste. El frío envuelve mi juvenil piel, lo noto al instante e instantes después pierdo el conocimiento por enésima vez…
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Editado: 04.02.2024