Ignis
Pocas veces había disfrutado con algo tan simple como con aquello. Ver las caras de sorpresa de aquellos humanos deshizo el nudo que había tenido en el pecho durante todo el camino. Estaba orgullosa de haberles hecho tragar todas las mentiras que tenían sobre aquel precioso bosque que había sido mi hogar durante tres años.
Yo también me encontré sonriendo cuando lo analicé como la primera vez que lo vi con el sol iluminando cada rincón. El Bosque de las Brujas estaba lleno de vida. Su vegetación, tanto la hierba como las copas conformaban una paleta de colores cálidos, acentuados con los rayos del sol.
—Es precioso —escuché murmurar a alguien.
Lo era. Quizá no era el bosque más hermoso de Judyk, pero era en el que más recuerdos guardaba. Aquel bosque había sido mi hogar.
—¿Ya estamos en el Bosque de las Brujas?
Ordené a Luna a girarse para poder mirar a Dawen sobre su caballo. Sonreí de lado.
—Así es. ¿No es precioso?
Dawen volvió a analizar el paisaje. Noté la incertidumbre en su mirada, no era el único que se imaginaba algo tétrico y con olor a muerte.
—Lo es —dijo a regañadientes, como si buscase complacerme.
Realcé mi sonrisa. Era curioso como aquel hombre buscaba congraciarse conmigo por unas dichosas minas de oro que no eran más que mentira. Sus deseos no eran muy complejos, así que no me fue difícil buscar algo con lo que poder atraerlo. Fue el pez que mordió el anzuelo.
—¿Todo el bosque es así? —preguntó Arlet, bajándose del carro y caminando hacia mí. Los demás se dispersaron para investigar los alrededores. La curiosidad flotaba en el aire.
Asentí, orgullosa.
—Es precioso, ¿verdad?
Se giró hacia su hermano. Este acababa de bajarse de su caballo, analizaba con detenimiento los árboles. Miró a su hermana cuando esta se lo quedó mirando. Después fijó sus ojos oscuros en mí. La nuez de su garganta se movió cuando tragó saliva.
—Sí que lo es —comentó Yannick.
—Jamás había visto nada igual —el abuelo de Arlet no dejaba de sonreír—. La naturaleza es divina. Sin duda el Dios de Luz tenía preparado esto para nosotros.
Mi sonrisa disminuyó. No era la primera vez que escuchaba hablar de ese dios que tenían. Indiqué a Dawen y a los demás que siguieran recto. Quería aprovechar al máximo la última hora de sol que quedaba.
—Vamos, papá —Yannick le hizo un gesto para que siguieran la fila.
El más mayor del grupo me miró de reojo, fue una mirada fugaz que no pasé desapercibida. ¿Era miedo lo que sentía? ¿O quizá desconfianza? Sonreí cuando recordé las cosas que había escuchado el día que aparecí en su Ciudad Madre. No lo iba a negar, me causó gracia que creyeran que era hija de las sombras. Aunque si había una forma de referirse a mí que más me divertía, era «hija del Diablo».
La carreta que conducía un hombre a lomos de su caballo se quedó atrás, y como Arlet, que había sido la más agradable conmigo iba allí, decidí seguirla para poder hablar con ella si así lo deseaba.
—Nosotros pensábamos que el Bosque de las Brujas sería...
—¿Horrible? ¿Tenebroso? ¿Maligno?
Asintió.
—Sí. Justamente todo eso —sonrió—. Pero creo que es el más hermoso de todo Judyk.
—En realidad no.
—¿No? —sus ojos verdes brillaron—. ¿Hay alguno más hermoso?
Su curiosidad e ilusión me hicieron sentir bien. Sonreí al saber que probablemente tendría las respuestas de todas las preguntas que se le estuvieran pasando por la cabeza.
—De hecho, sí.
Abrió la boca, asombrada, y giró su cabeza hacia un lado. Seguí su mirada a tiempo para percatarme de cómo Daveth apartaba a la suya de nosotras. O mejor dicho, de mí. Una sonrisa burlesca curvó mis labios.
—¿Has escuchado eso, Daveth? —él disimuló, mirando a su hermana de reojo—. Ha dicho que existe un bosque más hermoso que este.
—Qué bien —no se molestó en fingir su desinterés.
—¿Puede un bosque ser más hermoso que este?
—Creéme, cuando lo veas, no desearás irte de allí.
Y literalmente era así.
—No podremos estar más tiempo del debido allí, pero te enamorarás en cuanto pongas un pie dentro. El Bosque de los cedros silbantes es, sin duda, la parte más mágica y maravillosa de este mundo.
Sonrió más, si es que eso era posible.
—No me arrepiento de nada.
—Ya haré yo que te arrepientas —dijo su hermano.
Lo analicé con calma. Tenía las manos agarradas con fuerza a las riendas de su caballo negro. Su abdomen y pelvis se movían de adelante a atrás cada vez que el animal avanzaba. Un movimiento que hizo que el calor subiera por mi cuerpo. Ascendí hasta sus ojos, unos que me miraban de aquella forma tan profunda, como si buscase escarbar hasta dar con todos mis secretos. Le sostuve la mirada.
—Amenazar no es algo agradable —le solté, fue lo primero que se me vino a la mente.
Me estudió durante unos segundos. Entonces sus comisuras curvaron sus labios en una sonrisa insolente, que lejos de enfadarme, hizo que mi corazón se acelerara. ¿Cómo podían haber cambiado las cosas tanto? Al principio me miraba con terror, y ahora no hacía más que retarme con la mirada. Buscaba hacerme vacilar.
—¿De veras? Pensé que teníamos eso en común —mi silencio lo animó a continuar—. Ya sabes, a ti amenazar se te da descaradamente bien.
Formé la misma sonrisa arrogante que él.
—No sabía que pensaras tan bien de mí.
La diversión abandonó su mirada, más no dejó de mostrar esa sonrisa tensa.
—Y no lo hago.
—¿Herido quizá? ¿Tu ego no puede soportar las palabras de alguien como yo?
—No me gustan tus amenazas.
—Y a mí no me gustas tú. Oh, espera, perdón —dije con sorna—. ¿He vuelto a herir tu ego?
No supe descifrar su mirada. Se limitó a pasarse la lengua por los dientes, como escondiendo una sonrisa que lejos de ser irónica, fue la más verdadera que había visto viniendo de él. Su sonrisa era lo más parecido al pronóstico de una tormenta.