Daveth
Ante mis ojos, el cuerpo de mi abuelo yacía sobre el suelo, envuelto en llamas. Por mucho que me doliera el pecho y por más que aumentara el escozor de mis ojos, ninguna lágrima se atrevió a derramarse. Los llantos de Arlet eran lo único que se escuchaba entre el silencio que todos le estábamos dedicando a mi abuelo. La mano de mi tío apretaba con más fuerza mi hombro a cada llanto de mi hermana. Al igual que yo, sus ojos brillaban con tristeza, pero logró contener sus lágrimas.
Papá estiró su brazo hacia mí, rodeó mis hombros y me estrujó contra su costado. Me sirvió echarle un simple vistazo para saber que la cara de papá estaba llena de lágrimas pero que, a diferencia de mi hermana, él lloraba en silencio. No quería ni imaginarme lo que debía doler perder a un padre.
—Está bien —murmuró tanto para mí como para Arlet—. Vamos a estar bien.
No tenía ni idea de si así sería, pero quería pensar que sí. Quería pensar que el dolor que estaba sintiendo se terminaría yendo con el paso del tiempo, aunque ese momento se tornara como si fuese el fin del mundo. De mi mundo.
Arlet, que había estado abrazada a papá, alzó su mirada desolada hacia la mía. Escuché lo que sus ojos me gritaron, y antes de que dijera nada, abrí mis brazos para acogerla. Se terminó apoyando en mi abdomen para seguir observando el poder de las llamas y el humo que ascendía hacia el cielo. Todo ciudadano de Judyk pasaba por aquel ritual tras la muerte como símbolo de ascensión al cielo o como deseo de querer volver a nuestro mundo de origen: la Tierra.
Notar como Arlet se rompía cada vez más entre mis brazos me hizo sentir un ser miserable. Si hubiese encontrado una solución para evitar eso, si hubiese tenido el poder de mantener a mi abuelo más tiempo con nosotros, ahora ella no estaría llorando. Sentía que parte de su sollozos eran también los míos.
—Lo voy a echar de menos —hipó entre mis brazos—. Quiero que vuelva.
Me encorvé un poco para apoyar mi barbilla sobre su cabeza.
—Estoy seguro de que ahora nos estará maldiciendo a todos por estar llorando como idiotas —dije con la esperanza de robarle una sonrisa—. Imagínatelo, Arlet. Imagínate al abuelo con el ceño fruncido amenazando a quien sea que esté allí arriba con bajar aquí para patearnos a todos el trasero.
—¿Solo patearnos el trasero? —comentó mi tío.
Un leve alivio se instaló en mi pecho cuando la escuché reír, pero pronto esa risa se juntó con el llanto, uno más profundo.
—Pues que vuelva con nosotros.
Papá me sonrió con ojos tristes, agradeciendo mi intento por querer mejorar la situación. Se colocó delante de Arlet y le limpió con gesto cariñoso todas sus lágrimas.
De repente el fuego se movió con brusquedad. Escuché la sorpresa de muchos en los jadeos que soltaron cuando las llamas tomaron la forma de un rostro dolorosamente conocido. La cara de mi abuelo apareció, sonriente, como si realmente estuviese ante nosotros. El corazón se detuvo en mi pecho. Arlet dejó de sollozar y papá se giró al ver el cambio de nuestras expresiones.
Tras analizar aquella imagen, me di la vuelta y busqué un cabello rojo entre todas las personas que nos habían dejado nuestro momento para despedirnos. No tardé en divisarla junto a los caballos, acariciando la quijada de Luna. Sus ojos dieron conmigo, o quizá había estado mirándome todo el rato, no lo sabía. Me pareció notar que también brillaban, y no por la magia.
Quería estirar mi brazo en su dirección y pedirle silenciosamente que se acercara. Quería que lo hiciera, porque Ignis había sido en muchas ocasiones como la paz en medio de la tormenta. Sin embargo, entendía que ella no se sentía con el derecho de formar parte de aquel último adiós.
No podía negar tampoco que me había dolido que solo me hubiese dirigido la palabra para darme su pésame cuando vimos que mi abuelo ya no estaba con nosotros. Sabía que ella no estaba bien desde lo de ayer, aunque dudaba que alguno de los presentes pudiera olvidar tan rápido la muerte de dos compañeros. La muerte empezaba a pesar en el grupo.
Volví mi vista hacia la imagen hecha mediante las llamas del fuego. Le devolví la sonrisa, aunque hacerlo me dolió en lo más hondo. Después alcé la mirada hacia el humo que parecía llegar al cielo y mucho más allá.
—Ese dios tuyo no te va a soportar allí arriba, ¿eh, abuelo?
Jeffrey, como curandero, dio su respectivo discurso, pues todo aquel que se dedicara a lo mismo solía estar muy unido a nuestra religión. Papá y Taric, como respectivos familiares de mi abuelo, dieron unas últimas palabras para despedirlo. Ni Arlet ni yo nos vimos con las fuerzas como para pararnos frente al grupo y mostrar lo rotos que estábamos.
Cuando la ceremonia de despedida llegó a su fin y no quedaron más palabras que decirle al cielo, nos dispusimos a proseguir con el viaje. El ánimo del grupo era de todo excepto positivo. No solo acabábamos de despedirnos de uno de los nuestros, sino que ayer tuvimos que hacer lo mismo con dos hombres más. Sabía que a los más religiosos les pesaba no haber podido despedirse de forma correcta del hombre que fue arrastrado por las sinares hacia las profundidades del lago, porque si no era quemado su cuerpo se suponía que jamás podría pasar al Más Allá.
Por más que mirara a Dawen, no era capaz de saber cómo se sentía. No tenía ni idea de si la pérdida de dos de sus hombres le era completamente indiferente o si sentía algún tipo de pena o remordimiento.
Nadie dijo nada hasta que hicimos nuestra primera parada para descansar. Todos estábamos de luto. No solo era la muerte lo que nos pesaba, sino las experiencias vividas y el peligro que ahora ya sabíamos que vagaba por todo aquel bosque.
Papá se acercó con un puñado de frutos que dividió para Arlet y para mí. Nos habíamos sentado en el suelo, los dos estábamos cansados, sin hablar del dolor que sentíamos a causa de las heridas de ayer.