Al conseguir la invitación, la gravedad del reino humano se asentó en mi cuerpo. Mi magia seguía intacta, pero era más difícil usarla ya que mi cuerpo se sentía más denso, algo más cansado y aletargado. No importaba, me sentía lo suficientemente bien como para explorar y por un par de días, eso fue todo lo que hice. El barrio en el que me encontraba era una mezcla vertiginosa de todo lo bello y todo lo feo que podía ofrecer el reino: ningún resquicio de bosque, de olor a musgo, del olor de la fruta fermentando al que estaba tan acostumbrado, en vez de todo aquello, estaba repleto de edificios coloridos con la pintura gastada, enormes murales pintados sobre paredes abandonadas, motocicletas ruidosas que iban demasiado rápido y docenas de tiendas entre las cuales los humanos, ignorantes como era su naturaleza, vendían artilugios mágicos entre su propia basura, incapaces de distinguir el oro de su imitación.
El problema comenzó al ocaso del quinto día, cuando me di cuenta de que mi corporalidad había cambiado demasiado para mi gusto, provocándome tanta hambre y fatiga como si no hubiera probado bocado en meses. En el Bosque, un trago de savia bastaba para un par de semanas y los alimentos elaborados, para muchísimo más ¿cómo podía ser que me atacaran las náuseas causadas por el vacío de mi estómago a tan sólo cinco días? También necesitaba dormir y me encontraba arrastrando las piernas de un sitio a otro, sin energía apenas para doblar las rodillas. Me encontré a mí mismo caminando hacia la playa; viviendo en medio de un Bosque, las veces que había tenido la oportunidad de ver el mar habían sido mínimas y aun así muy diferentes a lo que tenía en frente en ese momento. En vez de aguas doradas y arena blanca, el reino humano ofrecía olas grisáceas que reflejaban el cielo y un fondo de piedras tan pulidas por el tiempo que eran ya redondas y habían perdido todo su filo.
Lo vi acercarse mientras pateaba una piedra sobre todas las demás, pero estaba demasiado cansado como para levantarme, además, él también me había visto, así que el truco de la invisibilidad —que cada vez me costaba más trabajo— había quedado descartado. Todavía traía encima algunas de las enredaderas, pero, como le había prometido, las primeras ya habían empezado a caerse. Se movía con más soltura que la última vez que lo había visto, pero se notaba que su respiración seguía agitada y lucía casi tan cansado como yo.
—Hola —fue todo lo que dijo antes de sentarse a mi lado. No habló por un rato, pero jugueteó con las piedras junto a sus pies, amontonándolas la una sobre la otra y luego haciéndolas caer para luego volver a edificar.
—Basta —pedí, me desesperaba.
—Lo siento —se disculpó pero de todas formas terminó de montar la última pila antes de dirigirme la mirada—. Ahora que ya disfrutaste, ¿podrías quitarme estas cosas de encima? Apenas puedo comer y siento como si estuviera muriendo cada vez que intento respirar profundo. Es peor que usar la faja, mucho peor.
—¿No se están cayendo ya? —le pregunté para que admitiera que así era.
—No lo suficientemente rápido —se quejó. Era cierto que lucía cansado, con las mejillas menos carnosas que la última vez que lo había visto—. Lo prometiste.
Me causó gracia que lo dijera de ese modo, como si las promesas humanas valieran algo, como si pudiera conmoverme.
—No lo hice —le recordé.
—¿Cuál es tu problema? —soltó. Había logrado irritarlo—. ¿Acaso tu preciosa magia no alcanza para quitar unas simples hojas? ¿Es qué eres un mago pésimo?
—Soy un elfo, no un mago —respondí de manera seca—. Y la magia no se agota, genio. De hecho, ¿por qué no pruebas con la tuya?
—Yo no tengo magia —respondió, mirándome como si fuera un idiota.
—Mala suerte.
Entonces hizo algo que no me esperaba: puso sus dedos sobre la parte trasera de mi cuello y apretó. Mi visión se volvió borrosa de inmediato, pero me soltó antes de que pudiera desmayarme. La intensidad de sus ojos negros me asustó; eran de un vacío inmenso que parecía querer tragarme por completo. En ese momento ni su rostro redondo ni la separación de sus dientes frontales me causaron ninguna ternura pues no hacían más que enfatizar lo extraña que era su apariencia y eso no logró más que incomodarme.
—Quítalas —exigió. Yo era más alto, pero él era más corpulento. Además, todavía no estaba acostumbrado a la versión terrenal de mi cuerpo y, por lo tanto, me comportaba de manera torpe.
No me dejó opción. Humillado y presa de un leve sentimiento de amenaza, cerré los ojos y me concentré en las células de las hojas. Busqué su movimiento y vitalidad, pero no era capaz de captar nada, las sentía tan estériles como un ladrillo y aunque lo intenté un buen rato, no hubo suerte. Cuando abrí los ojos, la mirada de Rory se había suavizado otra vez, pero su boca seguía en una mueca disgustada. Volví a intentarlo pero seguí sin conseguir resultado; cuando quise darme cuenta, noté que mi propia magia se sentía débil y lejana, como una llama débil que iba asfixiándose de a poco.
—No puedo —reconocí. Mis propias palabras me sonaban lejanas. Imposibles.
—¿Qué?
—Que no puedo —espeté, enfadado ante su insistencia—. Las hojas no responden, no las siento, no funciona ¿entiendes?
—No te creo —dijo y su brazo amenazó con moverse—. No te burlarás de mí por segunda vez.