Una vez estuvimos ocultos entre el roquerío, a Cato le resultó relativamente fácil abrir el portal que nos llevaría al Bosque. La sensación al atravesarlo fue similar al arrojarse a una piscina con el cuerpo extendido: doloroso en el primer instante y relajante justo después. Al elfo pareció no afectarle, aunque él siempre tenía esa expresión de que nada podía moverlo de su lugar, en cambio yo tuve que aferrarme a su hombro cuando aparecimos en su Reino, tanto por el efecto de la magia en mi cuerpo como por el asombro de lo que estaba viendo. ¿Cómo podía Cato querer huir desesperadamente de un lugar como ese?
El cielo era de un color dorado intenso, y bajo él, las hojas de los árboles brillaban en toda la gama de rosas, rojos y morados. Algunas de ellas, menos numerosas, eran anaranjadas o amarillas, repletas de flores blancas y frutos con formas delicadas como gotas de agua, nubes o estrellas. El aroma del ambiente era dulce y acido, como una limonada recién hecha, y no había rastro del frío que arrastraba mi ciudad, sino que el clima era templado y tan agradable que no tardé en relajarme a pesar de la sorpresa. Cato miró todo con gesto hastiado y tiró de mí para que avanzara, puesto que, de haber podido decidir, me habría quedado admirando todo aquello por horas. Estuve a punto de preguntarle por qué odiaba el Bosque, pero, adivinando mi intención, chistó para que guardara silencio.
A pesar del color del firmamento, parecía que habíamos llegado en medio de la noche, ya que no había nadie por allí e incluso se escuchaba el suave ronquido de algunos animales escondidos entre el follaje. Cato seguía apurándome cada vez que me quedaba pegado mirando algo, estaba claro que tenía prisa, además de que no quería toparse con nadie. Sus orejas se movían otra vez, buscando ruidos que seguían siendo imperceptibles para mí, pero que hacían que su cuerpo se pusiera tenso de vez en cuando. Nuevamente no se me pasó por alto que sujetaba mi mano con firmeza, aunque ya no me permitía hacerme ilusiones; no me quedaba duda de que lo hacía por su necesidad de estar a cargo de todo y no por algo más. Ni siquiera debería habérseme ocurrido eso en primer lugar, pero después de que me había abrazado por largo rato esa mañana, era imposible que no se me cruzaran ciertos pensamientos, por muy ridículos que fuesen.
Me condujo por caminos no demarcados hasta llegar al borde de una aldea. Las casas eran vastas y de techos altos terminados en cúpulas pintadas a mano, al igual que las fachadas, que tenían distintos motivos sobre ellas, cada una de las moradas decoradas con diseños muy diferentes entre sí. A mí, que me encantaba el arte en todas sus formas, me embelesó la belleza del lugar, pero Cato solo tenía ojos para avanzar y para no hacer ruido. El suelo había pasado de estar cubierto de hojas a estar tapizado en piedrecillas de colores, que también formaban patrones coloridos que sonreían cálidos bajo la luz dorada.
—No te distraigas —me reprendió, tirando de mí nuevamente—. Y no hagas ruido.
Era más fácil decirlo que hacerlo. Si bien sus pisadas no perturbaban los diseños del piso ni hacían repiquetear a las piedras, no podía decirse lo mismo de mi caminar. A los pocos pasos Cato se volteó hacia mí con la mirada irritada, apretando los labios en un intento de no estallar.
—Basta —pidió—. Súbete.
—¿Qué?
Había entendido perfectamente lo que estaba diciéndome, pero no existía una razón lo suficientemente poderosa en el mundo que me hiciera subir a los hombros de nadie, mucho menos los de él.
—No es una sugerencia —explicó antes de inclinarse—. Y no me hagas esperar.
Tragué saliva, sopesándolo. Era verdad que no había forma de que los demás habitantes de la aldea no me oyeran; todo estaba demasiado callado y, aunque mi cuerpo se sentía considerablemente más ligero que en casa, no era lo suficiente como para que mi caminar pasara desapercibido como el de Cato. Por otro lado, dudaba que el elfo pudiera levantarme, mucho menos acarrearme, siendo que su cuerpo era fácilmente la mitad del mío a excepción de su altura. Íbamos a terminar causando un alboroto.
—Rory… —su voz tenía un dejo de amenaza y mucho de impaciencia.
Bueno, pensé, qué más da. Me di impulso y me aferré a sus hombros, que eran anchos y estables. Cato enderezó la espalda como si yo no pesara más que una mochila de paseo y echó a andar con el mismo sigilo que había empleado hasta entonces. Yo, que iba rígido y con las uñas enterradas en su suéter, fui calmándome a medida que avanzábamos entre las casas. El vaivén de su marcha me relajaba, así como también el leve movimiento de sus brazos. Dejé que mis dedos se estirasen sobre su pecho y me sorprendió el poder sentir bajo ellos el latido de su corazón; era lento y profundo, como si se tratara de una criatura enorme y mansa en vez de un joven elfo estilizado con pisadas de pluma. Me permití apoyar el mentón sobre su hombro y aunque sentí su alarma ante el contacto de nuestros rostros, no me aparté. Al rato sentí cómo volvía a su postura original, más confiada y entonces cerré los ojos, disfrutando egoístamente de lo bien que se sentía estar allí.
—Abajo —anunció Cato cuando estuvimos junto a una de las casas más pequeñas—. Date prisa, que pesas.
El muy maldito. No dignifiqué su comentario con una respuesta, sino que simplemente me descolgué y procuré pisar lo más suavemente posible al volver a tierra. El elfo me hizo un gesto para que no hablara y me indicó que lo siguiera dentro del lugar, que tenía la cúpula pintada del mismo color esmeralda del cabello de Cato, salpicado aquí y allá con flores negras y moradas. Abrió la puerta, que estaba hecha de varillas de madera, y nos adentramos en una sala de estar bastante amplia para el tamaño exterior del edificio. Dentro, las cortinas estaban echadas y no se colaba ni un sólo rayo de luz, por lo que lo poco que se veía, se veía entre penumbras. Cato volvió a tomarme de la mano para guiarme, pero sobreestimó mi capacidad de orientarme en la oscuridad y, cuando apenas habíamos dado unos pocos pasos, choqué con la isla de la cocina, desparramando ollas y trastes de cerámica que estallaron contra el suelo.