La marea roja

Parte III

A la mañana siguiente volvimos a casa del señor Hernández, él no nos recibió con buena cara y alegó todo el resto del día que no pudo dormir tranquilo pensando que algún vándalo hubiera secuestrado a David. En la tarde llegó el repartidor de cartas con una que tenía como destinatario a David White, hice lo que acostumbraba, dar la carta a su dueño y consecutivamente buscar papel y tinta para que escribiera la réplica. Mas no cumplí con todo mi objetivo, porque cuando llevaba la hoja a David este tenía cara de haber visto un espanto.

El señor White se encargó de conseguir a su intérprete para tener la siguiente conversación conmigo:

—Debo partir, sé que mi estadía estaba pronosticada para más tiempo, pero hay asuntos que no pueden esperar… Mi padre está en su lecho de muerte.

—¿Te irás ahora mismo?

—Tomaré el primer barco mañana en la mañana.

—¿Volverás pronto?

—Depende. La idea de invertir en Colombia era suya, este negocio no tiene pies ni cabeza sin él.

—Si mi padre sobrevive, volveré muy pronto. Si no lo hace…

—¿Qué pasa si no?

—Si vuelvo será por ti, Ada, así que necesito que me digas si sientes por mí lo mismo que yo por ti, porque de lo contrario, esta será nuestra despedida.

—Yo… Yo…

David tomó mi mano y la puso en su pecho, su corazón latía a toda velocidad.

 —¿Sientes eso?

Asentí, y puse su mano sobre mi corazón, que latía igual que el suyo.

—Te prometo que en un año volveré por ti.

Me dio un beso en la frente y salió de la habitación a toda prisa, su acompañante se fue con él casi de inmediato. Yo me quedé inmóvil por largo rato, hasta que sentí que si no me ocupaba en algo me pondría a llorar.

 

 

David, tal y como lo había dicho, se fue a la mañana siguiente, era un veintidós de octubre de mil ochocientos cincuenta y cuatro. A partir de ese momento muchas cosas fueron diferentes en mi vida, me dije que no guardara esperanzas porque lo nuestro había sido muy fugaz, y de seguro no había tenido tanto significado para él. Pero también miraba con desesperación todos los días la fecha en el calendario, esperando que llegara el momento del reencuentro.

Hubo muchos días difíciles, uno de ellos fue el parto de mi hermana; presenciar el nacimiento de un ser tan pequeño y vulnerable, que traía alegría a sus padres y a la vez miseria a esta desdichada.

También fue duro que un día mientras trabajaba oí la fuerte golpiza que le propinó Simón a Zyryy, el hombre gritaba que él le había dado todo y que ella era una malagradecida, que no mostraba ni un poco de respeto hacia su marido, y que, si él le decía que tenía que abrir las putas piernas, entonces ella abría las putas piernas. Yo me encargué de limpiar las heridas de la mujer y de ayudarla a acostarse en su cama, la pobre no paraba de llorar, y pese a que nunca la había oído hablar en español, sí usó el idioma para gritarle a su esposo «te odio» cuando este la buscó para disculparse por el incidente. El rostro del señor Hernández nunca había demostrado tanta melancolía y decepción, trató durante años que su mujer hablara su idioma, y ella solo lo utilizó para expresarle su odio.

Simón lloró toda la tarde.

Un día cualquiera me desperté a la hora de siempre para dirigirme al trabajo, pero una sensación extraña en mi entrepierna me entretuvo. Cuando levanté la cobija vi una diminuta mancha de sangre que se había adherido a la sábana. Me abrí más de piernas y vi la mancha roja que cubría mi pantalón. Lo primero que hice fue asustarme, luego entendí lo que significaba y salí corriendo a la habitación de mi madre a comunicarle la gran noticia.

Vaya sorpresa la mía cuando encontré a mi hermana arrodillada ante la cama vuelta un mar de lágrimas, agarrando con todas sus fuerzas la mano de mi mamá. Eugenio estaba del otro lado de la habitación, taciturno y quieto, me miró solo por un segundo, luego regresó la vista al cadáver. Me agaché junto a mi hermana, la abracé con fuerzas y me permití llorar.

Mis hermanos llegaron a los dos días, a los tres que vivían en ciudades más lejanas, conocí sobrinos nuevos y volví a ver a familiares que no veía hace meses, dentro de esa nube de intenso dolor hubo un destello de felicidad. Enterramos a mi madre en medio de canciones fúnebres, llanto y gritos desgarradores. Me hubiera gustado avisarle que la marea roja había llegado para mí, que había esperanza, que quizá podría darle un nieto, pero si existía un cielo y ella iba para allá a reencontrarse con el resto de mis ancestros, esperaba que viera desde el cielo el desenlace de mi historia.

Pasaron los meses, llegó octubre del cincuenta y cinco, los primeros días estuve muy nerviosa, revisaba la entrada de la casa cada cinco minutos, pero siempre estaba vacía. A mediados ya había perdido la esperanza. Llegado el día veinte me pregunté qué sentido tenía que siguiera pensando en su llegada, él de seguro ya se había comprometido con alguien de su país, o por lo menos de su clase.

El veintiuno decidí no ir a trabajar, la tristeza era demasiada. El veintidós fui a la casa de Simón solo para confirmar que David no vendría, había planeado las palabras con las que renunciaría a mi trabajo, tenía planeado que al regresar a casa reuniría todo lo que ahorré desde la muerte de mi madre para irme de San Basilio. Ese pueblo representaba la esperanza de un regreso que no iba a suceder.



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En el texto hay: prohibido amor deseo, biracial

Editado: 27.01.2023

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