—Señor Martínez, ¿es usted consciente de que existe la posibilidad de que el sujeto en cuestión pueda ser extremadamente peligroso?
—Sí..., sí señor.
La grave voz del Doctor García, nuestro jefe de sección, aún rebota en mis oídos ahogando el chirrido de mis pasos sobre las blancas baldosas asépticas del pasillo. Tengo la cabeza espesa, tal vez sea por la intensa luz del sol que se cuela por los elevados ventanales sumado al hecho de que apenas he dormido; tal vez sea el olor penetrante de la lejía; o tal vez sea porque sé que a ambos lados del pasillo hay cámaras que siguen todos mis movimientos, como también habrá cámaras en la sala en la que estoy a punto de entrar. Cámaras tras las que puede que no haya nadie, o también puede que haya decenas de ojos ansiosos de pillarme en algún desliz con el que poder acusarme de falta de profesionalidad y ocupar mi puesto. Me detengo un segundo ante el portón rojo cerrado. "Área restringida, solo personal autorizado". Sudor frío me resbala por la nuca. Tomo un par de inspiraciones profundas y bajo el picaporte.
Mis ojos tardan unos segundos en acostumbrarse a la fría luz blanquecina de los fluorescentes titilantes y descubrir a mi paciente acurrucada en una esquina tras una gruesa pared de metacrilato. Una mujer de unos veinte o veinticinco años, escasa estatura, pelo pajizo y bracitos blancos de porcelana que parecen tan frágiles que cualquiera temería partirlos con un simple roce. Levanta la mirada y clava sus profundos ojos azules adornados con oscuras ojeras en mí. Me tambaleo del susto y se me eriza el vello de los brazos. Tengo la sensación de estar viendo un fantasma. ¿Laia? ¡Maldita sea! ¿Puede verme? A quién se le ocurrió atenuar la opacidad de la pared sin avisarme. Debe ser alguna clase de novatada.
La joven se arrastra a través de la sala de observación y pega sus manos contra el plástico transparente. No, no es Laia, pero se parece.
—¿Quién eres? ¿Qué hago aquí? —se escucha su débil susurro a través de los altavoces—. ¡Dejadme salir!
Me dejo caer en uno de los sillones de mi parte de la sala intentando lucir mi mejor cara de póker que oculte mi agitación.
—Por favor tome asiento señora... —Busco el nombre entre el desorden de la carpeta cuyo contenido se halla esparcido sobre la mesita delante de mí—. Señora Avilés.
La joven se mantiene unos segundos de pie, desafiante, pero luego colapsa y se deja caer en una de las sillas de su lado.
—¿Qué queréis? ¡Yo no he hecho nada!
Su voz aguda se me clava en los tímpanos, decido disminuir un poco la intensidad girando uno de los mandos sobre el panel que tengo enfrente antes de proseguir.
—Tranquila, solo está aquí por precaución. Hemos detectado varios individuos infectados por Islam en su área de residencia. Deberá permanecer en cuarentena bajo observación hasta que podamos asegurarnos de que no se halla usted afectada.
—¿Infectados por qué? —Su voz parece denotar sorpresa, pero tengo la sensación de que hay algo extraño; su expresión facial es tan perfecta como si hubiera sido ensayada durante años, pero sus ojos no acompañan, ¿o sí? ¿Me está tomando el pelo o soy yo el que me imagino cosas debido al estrés de mi primer día?
—Es una enfermedad mental contagiosa de tipo religioso —aclaro mientras intento no perderme ningún detalle de su reacción y a la vez aparentar estar relajado y distraído para que mi paciente no se sienta abrumada por mi presencia. Parecía más fácil en los simulacros de la Universidad. La joven sigue pareciendo confusa—. Es parecida al catolicismo, se creía que se había conseguido erradicarla, pero hace poco se descubrió que hubo algunos brotes sin detectar que sobrevivieron en los suburbios y ahora que la gente se confía y se ha vuelto reacia a vacunarse mentalmente, están volviendo a proliferar.
—¿La tontería esa de las cruces? —murmura la joven al fin tras un largo silencio—. Te juro que yo no he dibujado cruces en mi vida.
—No, eso es un síntoma específico que presentaban los infectados por catolicismo. De hecho, es el síntoma específico que permite diferenciar una enfermedad de la otra sin lugar a dudas.
—¿Entonces qué?
—¿Alguna vez ha dudado de la ciencia? ¿Alguna vez ha creído que hay cosas que la ciencia nunca podrá explicar?
—No, a ver sí, no sé. A ver, la velocidad con la que la ciencia descifra los misterios del universo es increíble, pero no sé, continuamente se montan nuevas y se desmienten viejas hipótesis, pero hay días en los que me pregunto si habrá campos en los que el conocimiento esté construido sobre una mentira que nadie osa derrumbar porque implicaría que alguien importante pierda su sillón, ya sabes. Y además cada vez que se descifra un nuevo misterio surgen más y más preguntas. No estoy del todo segura de que seamos capaces de hallar todas las respuestas algún día. ¿Eso es malo?
"Buena respuesta, pero parece sacada de manual," anoto en mi cuaderno de apuntes.