La oscuridad de su mirada - Libro I

Capítulo 5

—¡Despierta! —habló chasqueando los dedos frente a una Clara que seguía obnubilada en su mirada—. ¿Qué estás mirando? —me hizo salir de aquel trance que me tenía sumida un tiempo incalculable.
—Nada, y suéltame —rehuyí su agarre, sin éxito.
—No te suelto, ¿pensabas irte sin decirme nada? —inquirió señalando el marco de fotos que yacía roto en el suelo—. Creo que un "lo siento" no estaría de más, ¿no crees?
—Si te conformas con un "lo siento" de mentira, ahí lo tienes —sentencié girando la cabeza para quitarlo de mi vista.
—¡Vaya, vaya! La niña ha cogido una rabieta y no quiere ni siquiera admitir su travesura... Encima de orgullosa, contestona —me echó en cara logrando esta vez zafarme de su mano.
—Yo que tú, me miraría al espejo —le lancé, saliendo de su dormitorio.
—¿Sabes?, me recuerdas a mi hermana pequeña —concluyó entre risas... Unas risas que intentaban ocultar cierta melancolía.
Conocía bien esa expresión, durante mucho tiempo estuve mostrando una sonrisa que sólo enmascaraba la tristeza que en realidad sentía. Reprimir mis verdaderas emociones ante los demás suponía un esfuerzo extra a la aflicción que me embargada, un esfuerzo que soportaba para no preocupar a mis allegados. Claro que todo tenía un principio y un final, y mi falsa sonrisa se desdibujó en el momento que las fuerzas flaquearon. Me encontraba débil, pesimista y sumida en mi melancolía. La depresión me llevó a hacer cosas terribles, ya no solo no me importaban mis familiares, sino que tampoco me preocupaba por mí misma. En una sola frase, mi vida no merecía la pena vivirla.
La terapia psicológica me ayudó a remontar y superar esa etapa. Ahora podía gritar que no le temía a la muerte, pero en su día estuve más cerca de ella que de lo que me hubiese gustado estar, o tal vez sí que era lo que buscaba. Durante los tres días que estuve retenida bajo el yugo de mi captor, rezaba por desaparecer de este mundo; si bien, cuando acabó mi castigo, continué con el mismo pensamiento. Llegué hasta el punto de cumplir ese sueño, de hacerlo realidad. Pero hoy estaba aquí, aún podía contarlo.
Y ese matiz de nostalgia quería avisarme de que ese idiota algo ocultaba. Me giré cuando cruzé el umbral de la puerta de su dormitorio, estuve a punto de recriminarle lo grosero que había sido, pero algo me detuvo... Y ese algo alimentaba aún más la curiosidad. Iván estaba sosteniendo la fotografía que probablemente había recogido del suelo y que debía estar enmarcada en el cuadro que por accidente yo misma había roto. Aunque era algo miope, pude descifrar la figura de dos personas, él junto a una chica. Supuse que se trataría de su novia... O su hermana. Y no era que desechase la primera opción porque me interesase la idea de que estuviese soltero, sino porque me serviría como prueba. Parecía convertirme en una fiscal que investigaba un crimen, o mejor dicho un caso abierto. Por supuesto que no le deseaba nada malo ni a él ni a su familia, la oscuridad de mi corazón solo la reservaba para aquel monstruo de mirada intimidante.
Todo aquello me llevó a plantearme algo que nunca llegaría a pensar. Las prisas no eran buenas consejeras y si quería marcharme de aquí de una vez por todas, no podía hacerlo a la ligera o con un plan trazado en el trayecto que transcurría desde el pabellón hasta la cabaña. Necesitaba tiempo, podía jugar mis cartas en su contra, forzarlo a que me ayudase a escapar. "La unión hace la fuerza", ese era el lema del grupo de terapia y yo pensaba ponerlo en práctica. La ayuda de mi compañero sería clave. De momento, esperaría, sería paciente, indagaría más, sacaría mis propias conclusiones y ¡zas! estaría libre de la dichosa treta en la que me había metido mi madre.

∞∞∞∞∞∞

El resto de la semana transcurrió, para bien o para mal, como si nada. Si algo compartíamos ese imbécil y yo, era el orgullo que nos caracterizaba a ambos. Ninguno habíamos dado nuestro brazo a torcer, nos evitábamos el tiempo que compartíamos en la cabaña, porque en las jornadas de terapia era muy distinto. Y con ello no me refería a que interactuábamos como buenos compañeros, sino que directamente ni aparecía por allí. Eso acrecentaba aún más mi curiosidad sobre el tema que lo ataba a este lugar, mis averiguaciones sobre la chica de la fotografía también seguían paralizadas. Me encontraba en un callejón sin salida, aunque mi interés por escapar de allí no se había disipado.
Las siguientes sesiones de psicoterapia que le sucedieron a la presentación se centraron en tratar los diversos miedos que sufrían cada uno de los integrantes. Cada día lo dedicábamos a enfocarnos en cómo ayudar a superar el miedo de uno de los compañeros. De ahí el famoso lema del campamento, que, muy a mi pesar, tenía que reconocer que estaba surtiendo efecto. Ayudar al resto de personas no solo me reconfortaba anímicamente, sino que hacía que ellas mismas, al sentirse apoyadas por los demás, reunieran el valor suficiente como para intentar por trigésimoquinta vez vencer sus fobias. ¿Y si por fin conseguía ganar de verdad la partida? Era algo que seguía en interrogante, pues mi turno aún no había llegado.
La remota posibilidad de ser simplemente Clara y no la chica que le temía a la oscuridad y a los espacios cerrados, era una opción que me tentaba, es más, era lo que tanto anhelaba. Y que un compañero pudiese ayudarme a superar mis miedos me hizo comprender que quizá valiese la pena intentarlo una vez más. Si bien, esa valía se esfumó en el momento en el que quien menos esperaba pretendió hacerlo. Fue una ayuda que en realidad hizo incrementar mis miedos, en lugar de minimizarlos. No me refería a los que ya sufría y había reconocido en todas las terapias de mi vida, sino a aquel que tenía encerrado bajo llave y tanto me avergonzada verbalizar...

Dos años antes...

El sudor recorría mi frente, mis manos y todo mi cuerpo. Me sentía abrumada, inquieta, como si estuviese esperando a que algo malo sucediese. Ya hacía más de diez minutos que había recuperado la consciencia por completo, aunque el tiempo aquí era difícil de calcular con exactitud. Sin duda, el monstruo que me había encerrado en aquel mugriento cuarto también debía saber que el efecto de la droga que me tenía adormecida había llegado a su fin. De ahí a que la cabeza aún me diese vueltas, supuse que sería una consecuencia de dicha sustancia, cuya toxicidad aún recorrería mi organismo.
Grité con todas mis fuerzas en busca de auxilio, pero mis voces solo sirvieron para llamar a la bestia. Entró a la sala sin previo aviso, con brusquedad, irrumpiendo en la oscuridad como si fuese el mismísimo diablo. Se abalanzó sobre mí, y comenzó a subirme el vestido para retirarlo. Yo traté de oponer la máxima resistencia posible, lo empujé y me dirigí a la puerta en un vano intento por huir. El monstruo, jadeando, tiró de mí, y con algún objeto punzante que desconocía marcó una delgada pero penetrante línea sobre mi cadera. Chillé como nunca lo había hecho, de dolor, pero sobre todo de pena. Mi cautiverio continuaba...




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