La Pianista Del Diablo

Roja vestimenta, rojos labios

Mientras Ileana se iba perfeccionando en el arte de robar, también lo hacían los propietarios de aquellos negocios en el arte de resguardar. Varios habían comenzado a implementar mejores formas para prevenir los brutales ataques de ladrones mucho más capaces que una simple niña estirando sus brazos para tomar con sus manos furtivas algún alimento o billetera. Sin embargo, aquellos dueños de sus mercados no harían diferencia entre ladrones, sean hombres repugnantes o una pequeña desamparada.

Una tarde de noviembre, cuando las personas iban a comprar alimentos para su once y cena, abarrotando los almacenes y panaderías, Ileana entró a una de ellas escabulléndose entre la multitud. Con sigilo adentraba su pequeña mano en los bolsillos de los clientes guardando con ella cuanto pudiera sacar, pero no contó que otro pequeño la hubiera visto, y alertando a todos con un grito y apuntándola con el dedo, varios la quisieron tomar y golpear.

La pequeña se había desesperado entre tanta multitud y no lograba pensar como escapar de las gigantes manos de los adultos que deseaban sus pertenencias de vuelta. Con movimientos bruscos trataba de soltarse de una mano mientras que otra la acorralaban por otro lado de su cuerpo buscando entre sus pequeñas y desgastadas ropas todo aquello que había logrado robar. Algunos aprovechaban de golpearla mientras la tironeaban de un lado a otro de la panadería haciéndola soltar gemidos de dolor y lágrimas de sus ojos que intentaba mantener cerrados pues, al intentar abrirlos lo único que veía era a una horda de monstruos rodeándola por los lados y por encima de ella, como negras bestias con colmillos y garras atacándola.

Pronto el recuerdo de esa noche volvió a su mente como una pesadilla vívida frente a sus ojos. La pequeña no hacía más que llorar en silencio, muda por el shock y por el miedo, mientras los monstruos de su mente y los de su realidad iban a por ella.

Cuando hubieron recuperado sus pertenencias y se cansaron de golpearla y tironearla en modo de castigo, fue el mismo dueño de la panadería quién se acercó a Ileana, y dándole ordenes a sus trabajadores de hacerse cargo del negocio, agarró desde la raíz de sus cabellos a la pequeña desgraciada arrastrándola hasta la salida y por una pequeña y oscura calle a un lado de la panadería hasta un mugriento callejón, la lanzó sin misericordia a la húmeda muralla.

La pobre Ileana que hubo gemido de dolor toda la calle raspándose sus rodillas contra el asfalto, incrustándose en su piel pequeñas piedrecillas que no hacían más que lastimarla, era ahora una diminuta figura, temblorosa, y frágil que rodeándose con sus propios brazos buscando protección en ellos no pudo ocultar sus terribles gritos de padecimiento ante los furiosos ataques del panadero.

Aquel hombre que ya estaba aburrido de ser victima de robos, no encontró otra forma para expiar su frustración que golpeando a la niña. Apenas la había soltado, tomó en sus manos un palo de madera que pertenecía a la pata de una silla desecha y abandona en el lugar, y sin perder más tiempo se abalanzó sobre su doliente figura, un pequeño cuerpo que se iba ensangrentando junto con aquel palo con cada golpe que el hombre, furioso, le propinaba.

Ileana había perdido la conciencia cuando el panadero decidió darle fin a su acción. Mirandola desde lo alto de su complexión, suspiró a la vez que frotaba su rostro con la palma de su mano, lanzó el palo a un lado del callejón y sin sentir un poco de compasión por aquel bulto ensangrentado y sucio en el que se había convertido la niña, dio media vuelta volviendo a sus que haceres. La noche cayó pronto junto con una leve lluvia y el frío de otoño.

El bullicio singular de la tarde había disminuido notoriamente, las conversaciones se trasladaron a cafés o al interior de las casas resguardándose del frío, buscando calor entre divertidas risas con amigos o en las cálidas manías de una familia. E Ileana, nuestra infeliz niña, pesadamente iba levantando sus párpados mostrando al vació y la soledad del sucio callejón, sus ojos rojos e hinchados de tanto llorar. Gruñidos escapaban de sus labios rotos cuando en vano intentaba mover uno de sus brazos para ayudar a levantarse. Ninguna parte de su cuerpo respondía a sus llamados de auxilio, pues todos habían sufrido espantosas heridas que tardarían en cicatrizar y que, al momento, dejaban al descubierto la fragilidad con la que una pequeña niña de siete años convivía en las calles de Paris.

Dejando de lado sus intentos por levantarse, sintió la lluvia caer por su cuerpo inerte, humedeciendo primero su piel y ahogando luego su corazón.

Luego de unos minutos las gotas de lluvia ya no creaban caminos por el rostro de Ileana, pues este ya había sido empapado por las innumerables carreteras que estas gotas habían dejado, siendo ya imposible transitarlas con seguridad. Ahora las gotas caían sin sincronización, resbalaban sin seguir sendero alguno, cayendo hasta los pequeños charcos del asfalto.



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En el texto hay: escenas explicitas de violencia.

Editado: 05.12.2020

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