La Pianista Del Diablo

Gotas de lluvia salada

Ya pronto saldría el sol, el cielo se iba alejando de su azul oscuro, y las estrellas poco a poco se iban difuminando. Las calles se encontraban humedecidas y congeladas en uno que otro rincón de la ciudad. El invierno ya se estaba acercando, el frío se volvía cada vez más intenso, las hojas desaparecieron por completo, la nieve pronto caería.

Pocas personas caminaban a esas horas, pues la mayoría dormía tranquila y plácidamente en el calor de sus sábanas, o esperaban agonizantes la hora de su adiós definitivo en cuanto llegara la ola de frío vestida de blanco ardiente. Sólo borrachos y vagabundos que se negaban a dormir daban pasos vacilantes, a excepción de un sobrio hombre vestido de negro.

El peso de sus zapatos provocaba el crujir de la grava contra el macizo asfalto humedecido por las lluvias, su rostro se mantenía oculto bajo el cuello largo de su abrigo y el flequillo de su melena oscura. Caminaba sin ser percibido por el costado de aquellos borrachos y por entre la jauría callejera que se amontaba en las esquinas. Nadie parecía notarlo, como un espectro, como un hombre sin alma.

Mantenía sus nerviosas manos ocultas en los bolsillos de su abrigo, buscando calma en el calor que era incapaz de conseguir. Dobló en la esquina de un callejón oscuro y alejado de cualquier posible rayo de luz. Tragó saliva en un intento fallido de alcanzar esa serenidad que se escapaba cada vez más de sus congeladas manos.

Se detuvo frente a una verja vieja y oxidada, de delgados barrotes con la cabeza de un demonio como adorno. Tan tenebrosa era aquella puerta que hasta un pequeño minino huiría con solo verla, pues, desde el primer momento en que esa vista llega a los ojos, la oscuridad deja de parecerte tan negra en comparación a lo que te espera tras esos barrotes.

Vacilante dio el primer paso, sin embargo, su cobardía lo detuvo antes de siquiera recorrer un metro. Le temía a lo que se encontraba dentro, no era una suposición, sino un hecho, claro y preciso. En su mente quería escapar, aun sabiendo que eso era imposible. Lo deseaba con tanto ahínco que por un momento su vacilación se volvió determinación, y dando media vuelta se preparaba para retirarse lo más lejos posible.

Pero con ese peculiar rechinar agudo y sofocante, la verja se abrió mostrándole el camino que debía seguir sin rechistar, sin quejas ni reproches.

Un escalofrío se extendió por su espalda, desde la nuca, hasta el final de su columna. Sus huesos se congelaron y su carne se endureció, su sangre dejó de fluir a su rostro ahora blanco y liso, con labios morados y ojos sin brillo.

Maldijo ese deseo inútil ¿Escapar? Sí, claro, como si eso fuera posible. Él, por sobre todos los mortales, sabía perfectamente que nadie escapa de las manos del diablo.

 

***

 

Al día siguiente, horas antes de que el reloj marcara la hora habitual de llegaba del pianista, Ileana conversaba abiertamente con Charlotte en su habitación. La mujer de rojo se encontraba en la cima de su alegría al ver y escuchar a la pequeña hablar sobre el piano. Asentía, reía y preguntaba a Ileana, y la niña, por primera vez le respondía con entusiasmo y ojos brillantes como la luz de las farolas a media noche.

  • Entonces, cuando toqué las teclas, toooodo mi cuerpo vibraba ¡Fue lo mejor! El señor Feraud siempre dice que aprendo muy rápido. ¡Ah! Charlotte, tú también debes de aprender a tocar el piano, será divertido.

La risa de Charlotte y las chillonas palabras de una muñeca revivida se expandían por el cuarto y escapaban por las fisuras de las tablas. Era tanto el júbilo dentro de esas cuatro paredes que las demás muchachas no tardaron en llegar abriendo estrepitosamente la puerta, llenando el lugar con los golpes de sus tacones.

Preguntaban por la razón de tanta diversión mientras se abalanzaban sobre la niña de suaves mejillas, adorable y hermosa con ojos llenos de vida. Hacía un tiempo ya que todas las jóvenes cayeron por Ileana, por lo que su curiosidad por todo lo que hacía la infanta se volvió una prioridad. Después de Antoine Feraud, claro está.

La emoción de la niña era tanta que, si no fuera por Charlotte, quien precipitadamente la abrazó acallando sus palabras a medio camino de su lengua, todas esas mujeres se hubieran enterado sobre las secretas clases de piano. La mujer de rojo, entre tanta charla, había olvidado advertirle a la niña que las demás muchachas no debían enterarse pues, tras esas caras angelicales, la envidia crecía en demasía. Lo que podría provocar un severo castigado a la pequeña de parte de Madame Annette, y por supuesto, sobre ella misma.

  • Solo charlábamos sobre la idea de mandar a hacer hermosos vestidos para Ileana.
  • ¡Oh, es cierto! Nuestra niña no puede usar todo el tiempo dos vestidos tan sencillos como esos.
  • Deberían ser unos con cintas de colores.
  • Con flores bordabas en las faldas.
  • ¡Largos y cortos, con volantes y encajes!
  • Uno verde.
  • ¡No! Rojo como su cabello.
  • Tal vez rosa como todas las niñas.
  • ¿De qué hablas? Ella no puede ser igual que esas niñitas, Ileana debe destacar.
  • ¡Por supuesto! Después de todo es demasiado hermosa.
  • ¡Incluso más que una muñeca!



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En el texto hay: escenas explicitas de violencia.

Editado: 05.12.2020

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