La Pianista Del Diablo

La-ra La-ra La

El golpetear de los agudos tacones de Madame Annette contra la madera rústica del pasillo trasero, se lograban escuchar furiosos hasta el tercer piso de la antigua construcción. De las cuatro personas a las que envió a realizar los recados, regresaron únicamente dos de ellas. Y, para el colmo de la veterana prostituta, ambas no tenían idea del paradero de Charlotte ni de Ileana, aunque daban por hecho que estarían juntas.

Maldecía al reloj en lo alto de la pared en cada ida y vuelta del pasillo, preguntándose con frustración en dónde podrían haberse metido. Charlotte era una de las jóvenes más cotizadas en todas las noches. Su edad veinteañera, apariencia y, sobre todo, su inigualable talento para este rubro la convirtieron en la prostituta más aclamada por los morbosos hombres. Charlotte, bajo el ala guía de una de las mujeres más experimentadas de Paris, fue encaminada con excelencia en el arte del placer.

Hubo ocasiones en que los celos se allegaban fuertemente en la veterana, pero era el dinero y el éxito de su negocio los que empañaban cualquier otro sentimiento naciente.  Sin embargo, en este momento se le oprimía el corazón al pensar en todas las quejas que recibiría, y más aún, el dineral que perdería por la ausencia de su carta de triunfo.

Lo otro que la mantenía histérica era la niña. Continuamente cavilaba en el despilfarro que le provocaba la chiquilla, alimentándola, vistiéndola, y hasta dándole donde dormir, aunque esa habitación alcanzaba a duras penas para llamarlo cuchitril. Esas veces se tranquilizaba al ver la cara de la niña y al escuchar las persuasiones de las mujeres que intentaban, en cualquier oportunidad, sacar a relucir el potencial dormido que a futuro no haría más que traer ganancias al burdel.

  • ¡Maldita sea!

El minutero seguía avanzando, pero el par no se avistaba. La cara de Madame Annette estaba llegando al punto de explotar de la rabia cuando escuchó la llegada de su músico favorito. Bastó tan sólo la habitual sonrisa fría de Feraud para congelar la maldición entre las cuerdas vocales de la mujer y suavizar su expresión con una rapidez olímpica.

  • Antoine – lo llamaba en un suspiro consiguiendo, como de costumbre, un ligero beso en el dorso de su mano.

Se encontraba a punto de seguirlo cuando cayó en cuenta de lo que representaba su llegada. Volteó a ver el reloj teniendo que contener su lengua rechinando sus dientes. Era la hora de práctica, y ella misma aún ni se había preparado para la jornada. Su cuello era adornado por un pañuelo de seda en vez de un collar resplandeciente y sus manos no tenían más que un anillo de oro con una gema incrustada, no lo suficientemente grande para el gusto de la mujer. Peor aún, entró completamente en pánico al no oliscar su propio perfume que el correr del día había desvanecido. Trató de actuar normalmente, pero hasta Feraud la notó rígida mientras se retiraba subiendo las escaleras.

Aunque no lo demostrara, el pianista no daba más de la sorpresa al ser dejado libre por la dueña. Por lo general, le costaba el mundo entero quitársela de encima, tanto que ahora le costaba creer que se marchaba como si nada mientras a él le tocaba guardar sus evasivas de la cuales, poseía una lista completa de respaldo.

De todos modos, era una molestia menos de qué preocuparse, así que, sin más preámbulos caminó con calma a su lugar entre todos los demás instrumentos. Fue cuando tomó asiento y miró a sus alrededores que advirtió la falta de alguien.

“La niña”

Por más que buscaba no lograba encontrar esa pequeña cabeza de color rojizo.

“¿Dónde podría estar?”

“¿Debería preocuparme?”

Entre estas tendencias comenzó a tocar esperando que los sonidos del piano atrajeran a esa abejita loca por su miel. Mas pasaba el tiempo, y ella no aparecía.

Se acercaba la hora en que los demás empleados llegaran y terminaran con las preparaciones de la sala principal. De hecho, varios de ellos ya se encontraban en sus labores y la mayoría de las muchachas habían bajado hace un tiempo. Feraud no pasó por alto el nerviosismo tensando la atmósfera. Esas mujeres que acostumbraban a lanzarse como pirañas sobre él y los demás, ahora se balanceaban inquietas sin apartar la mirada del pasillo trasero o del reloj al costado del bar. Sólo en ese momento se dio cuenta de que Charlotte tampoco estaba presente.

“No me digas que ha salido con la niña y aun no regresan”

Las preocupaciones antes ocultas, iniciaban a precipitarse en su expresión y postura.

“¿Y si algo le ha ocurrido?”

A pesar de que el cuidado y protección de Ileana no era su trabajo, daba por sentado que, si algo malo le pasara a la menor, su señor lo culparía por ello. No tendría salida contra la ira de su amo.

La tan sola idea de su castigo le puso la piel de gallina. Incluso sus ojos temblaban dudando en si debería escapar ahora o esperar un milagro. Pero se sintió un idiota al olvidar cierto hecho tan importante. La atadura en su cuello tenía elemental relación con su existencia. El día en que su amo decida cortar esa atadura, la esencia de su alma desaparecería en la nada. Y, Antoine Feraud, era demasiado cobarde para pensar siquiera en dejar de existir, aunque eso significase recibir el dolor que su señor decidiera infligirle.



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En el texto hay: escenas explicitas de violencia.

Editado: 05.12.2020

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