—Y ella parece un desastre, pero no dejaba de verse bien.
Esa tarde me dediqué a charlar con Ricardo, uno de mis amigos más cercanos, aunque su vista estuviera acaparada en un juego que “no podía pausar”.
—¿Te das cuenta de lo cliché que suenas? —Al menos, él me prestaba atención. Ricardo se movía a la par que el mando mientras su coche de píxeles chocaba con todo en la pista.
—¿De qué hablas?
—Suenas como esos príncipes Disney que a las mujeres les gustan tanto… —se inclinó hacia delante con los codos sobre las rodillas y el mando en su rostro—. Aladdín, ¿Lo ubicas?
—Mi hermana lo adora, sí.
—No te estarás enamorando, ¿Verdad? —se burló.
—Wey… —me llevé la mano al puente de mi nariz, buscando mi paciencia—. Apenas la conozco… Y, ahora que lo pienso, ni siquiera sé su nombre.
—Pero seguirás yendo a la biblioteca a buscarla.
—Siempre voy a la biblioteca…
Pero, Dios, a veces odiaba que Ricardo tuviera razón.