Los pajarillos cantaban alegres, revoloteando con sus alas de todos colores fuera de la pequeña ventana, como si quisieran hacerme sentir miserable al presumirme de aquella libertad a la que yo jamás tendría acceso. Incluso algunos fueron tan descarados como para adentrarse en la torre y robar de mi comida. De todas formas, terminé agradeciéndoles, pues Bri veía que por lo menos “comía” la mitad de mi plato y eso la tranquilizaba un poco.
Estaba siendo injusta con mi amiga, la única que seguía ahí, viendo como día a día me consumía la tristeza y sin embargo, se esforzaba por darme ánimo y mantenerme cómoda pese al lamentable lugar en donde me encontraba. Se esmeraba en arreglarme para mi inminente reencuentro con Mael, trenzando mi cabello y vistiéndome con los vestidos más hermosos. Agradecía su esfuerzo, aunque por dentro yo me veía ya como una causa perdida, ella lo sabía y estaba segura de que era por eso que se esforzaba tanto conmigo. Era la única que nunca perdía la esperanza en mí.
Cuando las horas pasaron, lentas a mas no poder, la falta de alimento y sueño empezaron a notárseme todavía más. Mi cuerpo se estaba afectando, lo noté cuando Briana me puso el vestido de esa mañana y no ajustó a mi cuerpo como solía hacerlo. El dolor de cabeza también fue un efecto colateral. Sentía que la cabeza me punzaba día y noche, calmando el dolor con las pocas horas en las que el cansancio me vencía y terminaba desmayada o dormida.
Si mi mente no me engañaba habían transcurrido cerca de cinco días desde que comenzó mi encierro en la torre.
El comer de a poco y dar pequeños sorbos al agua me mantenía débil, pero ayudaba a no desvanecerme por completo. Moria de hambre, pero es que cada que llevaba comida a mi boca no podía evitar preguntarme si también alimentaban a Nathaniel o si Mael probaba bocado. Estaba mal, lo sabía, pero mi mente me traicionaba, culpándome en todo momento, haciendo que se formara un nudo en mi garganta cada que el alimento tocaba mi boca. El estrés y la preocupación me impedían tragar bocado y el descanso tampoco ayudaba a relajarme. Si dormía las pesadillas aparecían, en donde veía a Nathaniel muriendo, encerrado y solo, provocando que despertara agitada, llamándolo a gritos para después tirarme a llorar.
No podía comer. No podía dormir. Apenas si podía pensar.
Estaba a un paso de la locura.
El cerrojo se escuchó y los pájaros salieron volando a toda prisa, huyendo cual cobardes. Entrecerré los ojos con envidia, desenado poder tomar su lugar y escapar entre los barrotes para perderme en el bosque, en donde nadie pudiera encontrarme nunca más ni pudiera seguir dañando a las personas que quiero.
Mi vista se quedó fija en la ventana, esperando escuchar la dulce voz de Briana, pero el silenció fue lo único que oí.
Extrañada volteé lentamente, encontrándome con Mael al pie de la puerta, paralizado en el lugar, como si le costara un gran esfuerzo entrar a mi mazmorra. Pasaron unos segundos hasta que se decidió a hacerlo y dio un par de pasos cortos y pausados, dejando la puerta abierta tras de sí. Caminó cansado. Parecía casi tan débil como yo y eso me asustó, haciendo que de un salto me pusiera de pie. Me coloqué primero a su espalda esperando que volteara a verme, pero no lo hizo, así que tome valor y caminé hasta quedar frente a él, encarándolo. Su mirada estaba perdida, fija en los muros de la torre.
—Mael —su nombre salió como una súplica de mi boca. Quería que me viera, que pudiéramos hablar de lo que pasó y de mis sentimientos, por más que me costara tocar el tema. Le debía una explicación sincera y estaba dispuesta a dársela.
Después de lo que me pareció una eternidad sus ojos se encontraron con los míos, pero su mirada no era aquella que yo recordaba. Esos iris azules no brillaban como zafiros, sino que estaban apagados, rodeados de cuencas rojizas, como si hubiera estado llorando antes de venir a verme.
Sentí un dolor en el pecho. Mi corazón se desmoronaba.
—Briana está preocupada por ti —dijo por fin, tomándose su tiempo para hilar la frase.
Negué con la cabeza, llenándose mis ojos de lágrimas. Las palabras quedaron atascadas en mi garganta y no supe que decirle. Lo único que quería hacer era correr a sus brazos y darle un fuerte abrazo.
—No te ves bien —insistió ante mi silenció, manteniéndose a un par de pies de distancia.
—Tu tampoco te ves bien —una media sonrisa quiso formarse en sus labios al escucharme, pero la detuvo volviéndola una gruesa línea. Sus ojeras eran prominentes, al parecer no era la única con insomnio.
—¿Por qué ibas a escaparte sin decírmelo? —preguntó de pronto, como si las palabras quemaran en su pecho y tuviera que expulsarlas de una buena vez, luchando por mantener su tono sereno— ¿Por qué nunca me dijiste lo que en verdad sentías por mí? —su voz se quebró con eso último, dejándome sin aliento.
El dolor y el rencor se dieron paso entre sus palabras, saliendo a flote para restregarme la dura verdad en la cara.
—No tuve el valor de hacerlo —confesé—. Escribiendo todo en una carta no tendría que ver tu sufrimiento, no tendría que lidiar con eso y al no hacerlo me resultaría menos complicado dejar todo atrás o eso pensé.
—¿Por qué? ¿¡Qué tiene él que yo no!? —de nuevo el dolor salió a brote cuando gritó las palabras.
Una de mis manos se cerró en mi pecho, como si así pudiera proteger mi corazón y la otra quiso alcanzarlo a él, acercándome unos cuantos pasos mientras extendí el brazo en su dirección.
—Esto no es por ti —mi temblorosa mano llegó a su mejilla, capturando a tiempo una lagrima derramada—. Es culpa mía. Nunca fui lo suficientemente buena para ti.
—No digas eso.
—Eres un hombre bueno —lo miraba con mis ojos cristalizados y de pronto su mano retiró a la mía, como si lo hubiera insultado al decirle eso, congelando su mirada.
—Quizá demasiado bueno como para ser subestimado —entendió mal mis palabras, dándole otro sentido, tomándolo como si estuviera burlándome de él—. ¿Desde cuándo estas con ese hombre?
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Editado: 06.01.2023