—El anillo regresó a tu mano —fue lo primero que dijo Nathaniel, hablando con pesar al verme ingresar a su celda.
El ambiente se sintió tenso, no fue como recordaba que se sintiera estar cerca de él. Pudo deberse al lugar en donde lo veía esta vez, nada parecido a los jardines, llenos de vida y armonía. El calabozo no era un sitio donde alguna vez pensé encontrarlo.
Bajé la mirada, avergonzada al saber que yo era la única causante de su desdicha.
Nathaniel me miró desde el suelo, en donde estaba sentado.
En un rápido vistazo logre distinguir su hombro y torso vendado, comprobando que Mael no mintió sobre eso, lo que hizo que mi corazón saltara. El Príncipe a pesar de todo fue tan bueno como para dejarlo vivir, algo que ningún otro hombre hubiera hecho.
Negue con la cabeza, procurando despejar mi mente para poder enfocarme en lo que tenía que decirle al hombre frente a mí. Me acerqué a él con pasos lentos, sintiendo la atenta mirada de los guardias clavada en mi espalda. No me sentí cómoda con ellos escuchando nuestra conversación.
—Déjennos solos —pedí amablemente en voz más alta de la necesaria, intentando sonar autoritaria cuando volteé a verlos de forma seria. Dirigieron su mirada al suelo y se reverenciaron antes de obedecerme, desapareciendo sin decir ni una palabra.
Solté el aire que mantuve retenido, buscando la mirada de mi primer amor.
Se me aceleró el corazón al notar que él ya me veía, con un gesto de preocupación y confusión. No le di explicaciones, y el discurso que repasé en mi cabeza un centenar de veces simplemente se evaporó. Al verlo mi garganta se cerró, las palabras no pudieron salir y tampoco fui capaz de hilarlas en mi mente. Me quedé en blanco.
La culpa y la vergüenza se apoderaron de mí, así que no pude hacer otra cosa, más que dejarme caer en el suelo, buscando el calor de sus reconfortantes brazos, a pesar del temor a ser juzgada o rechazada por él.
Nathaniel me abrazó, como hizo siempre que lo necesitaba. Dejándome esconder la cabeza entre su pecho, mojándolo con mis lágrimas.
Por un largo tiempo ninguno se atrevió a hablar, sabiendo que una vez que lo hiciéramos seria para despedirnos.
Sentí su corazón latiendo al ritmo del mío, disfrutando de esos minutos de paz.
Me sentí la peor persona sobre la tierra al entender que no hice más que tomar el amor que me ofreció, para después pisotear su corazón, desechándolo cuando Mael volvió.
—Estuve muy preocupado por ti —rompió el silencio—. Tu amiga ayudó a sanar mi herida y se encargó de alimentarme. Pensé que me matarían, pero ahora veo por qué no lo hicieron —dijo refiriéndose a mi anillo y la renovación de mi compromiso con el Príncipe, que seguramente ya estaría en boca de todos.
Sentí como si una espada atravesara mi pecho. Deshice el abrazo, poniendo distancia entre los dos para sustituir sus brazos con los míos, protegiéndome y dándome consuelo a mí misma, limpiándome las lágrimas con las mangas de mi vestido.
—No es lo que piensas, perdóname —no supe como empezar—. Su majestad te ha perdonado la vida. He venido a liberarte y para informarte que serás exiliado a tu pueblo natal en Italia, en donde podrás reencontrarte con tu familia y en el futuro formar una propia. Los guardias te esperan al final del pasillo, ellos se encargarán de que llegues a salvo hasta tu hogar. Te deseo de todo corazón que seas feliz y puedas superar el mal que te hice.
Evadí dar explicaciones sobre Mael y nuestro compromiso, sintiéndome incapaz de hacerlo sin trabarme y echarme a llorar de nuevo.
—Tú no me hiciste nada malo, desde el principio supe en lo que me metía al enamorarme de ti —sonrió, resignado—. Ambos sabemos que siempre fui el otro y aun así me hiciste muy feliz, más que nadie —su tono fue triste, mientras extendió su brazo bueno, buscando mi mano.
—No digas eso, por favor —sus palabras dolían. La verdad dolía. Le permití que tomara mi mano, haciéndolo con firmeza, como si no quisiera tener que soltarla. Las lágrimas brotaron de mis cuencas, con el sentimiento de amargura invadiendo mi garganta. Su mirada conectó en la mía y solo pude desear que viera cuanta culpa cargaba para que su corazón pudiera perdonarme—. Yo te amé —solté por impulso al perderme en sus iris grises, recordando cuando nos conocimos y como todo fue tan caótico desde entonces.
—Pero lo amas más a él —bajé la cabeza y me tensé ante la frialdad de sus palabras. Era cierto—. Alteza —tomó mi barbilla con dulzura para alzar mi rostro, devolviéndome una tierna mirada de comprensión—, no quiero verte triste, siempre supe que este día llegaría y así te acepté. No me arrepiento de nada de lo que pasó entre nosotros y por más que duela, acepto que nunca fuiste mía —sonrió de esa forma cálida tan típica de él.
—Pensar en escapar fue una locura —confesé avergonzada al bajar la mirada a la venda en su pecho bajo la chaqueta. Lo hirieron por mi culpa y eso era algo que siempre llevaría conmigo.
Si Mael no fuera un hábil arquero, Nathaniel estaría muerto.
—Tú me impulsabas a hacer locuras —admitió con una sonrisa.
—Perdóname —no pude dejar de llorar, sintiéndome terrible por las decisiones que tomé, dañando a todos a mi alrededor solo para lograr sentirme viva.
—No hay nada que perdonar. Algún día teníamos que despertar de ese hermoso sueño que fue nuestro amor —acarició mi mejilla con dulzura—. Esto es lo mejor. Un futuro juntos no hubiera sido bueno para ti —a pesar de sus palabras, su expresión reflejó cuanto le dolía—. Briana me mantuvo al tanto de tu desmayo y como el Príncipe se quedó contigo hasta que despertaste. Me voy tranquilo sabiendo que él cuidara bien de ti —hizo una breve pausa, en la que un nudo se formó en mi garganta, cortándome no solo la respiración, sino que me imposibilitó hablar—. Yo solo quiero que seas muy feliz. Eso me hará feliz a mí —sin pensarlo volví a abrazarlo— Siempre serás mi primer amor y mi mejor recuerdo, Helen.
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Editado: 06.01.2023