La Profecía Rota - Libro 3 de la Saga De Lug

PRIMERA PARTE: El Prisionero - CAPÍTULO 2

—Todo está listo— anunció el consejero vestido de gris.

            —Escucho el tumulto— respondió Eltsen, malhumorado—. Hazlos callar.

            —Sí, señor.

            El consejero salió al balcón, y observó el gentío inquieto y vociferante, con sus ojos negros y profundos como la noche, levantó una mano flaca y huesuda, y anunció:

            —Pueblo de Faberland, vuestro señor, el Guardián Eltsen, hijo de Orfelec, os habla, escuchadlo.

            El consejero se hizo a un lado, y apareció en el balcón la figura de Eltsen, enfundada en aquel traje de ceremonias que tanto odiaba. Paseó la mirada por la multitud con el ceño fruncido y comenzó:

            —Pueblo mío, escucho vuestro clamor, vuestras quejas me envuelven y me acongojan. Y me pregunto por qué os quejáis. ¿Acaso yo vivo mejor que vosotros? ¿Acaso os he pedido algo que yo mismo no he hecho?

            —¡La intemperie es para los criminales! ¿Por qué nos obligas a llevar esa vida?—  gritó alguien de entre la multitud.

            Eltsen se volvió hacia su consejero y le murmuró:

            —Identifica a los agitadores.

            —Si los criminales fueran enviados al paraíso, ¿no querríais vosotros también compartir esa suerte?

            —¡La intemperie no es el paraíso!— gritó la muchedumbre.

            —¿Y acaso la Cúpula lo es? ¿No recordáis ya que nuestros lejanos antepasados alguna vez fueron libres como el viento y caminaron las praderas sin temor, disfrutándolas hasta la última gota?

            —¡Mentiras!

            Eltsen suspiró:

            —Sois un pueblo patético, os podrís encerrados en una prisión que vosotros mismos os fabricasteis. ¿No veis que trato de ayudaros?

            La multitud permaneció en silencio. El Guardián de Faberland recogió su capa ceremonial en el brazo izquierdo, dio media vuelta, y se metió adentro bruscamente, dejando solo al consejero en el balcón.

            El consejero se asomó tímidamente al recinto y vio a su señor sentado en una silla, sosteniéndose la cabeza con las manos:

            —Señor— comenzó. Eltsen levantó la vista—. ¿He de despedir a la multitud?

            —Haz lo que quieras, Malcolm, pero luego llévame a casa, estoy muy cansado.

            Malcolm asintió con la cabeza y luego retornó al balcón:

            —Vuestro señor, el Guardián de Faberland os ha hablado, podéis dispersaros— dijo, y luego volvió junto a su señor.

            Unos momentos después, ambos hombres entraron en una cabina privada que los llevó fuera de la Cúpula.

            —¿Por qué, Malcolm? ¿Por qué le temen tanto a los espacios abiertos?— murmuró Eltsen sacudiendo la cabeza. Malcolm miró por la ventanilla de la cabina, observó el cielo y la pradera e intentó buscar una respuesta:

            —Ojalá lo supiera, señor— respondió.

            —No nací para la política— se lamentó Eltsen—. Mi padre hubiera manejado mejor estas cosas, yo no puedo hablar a una multitud necia. Están enfermos, se autodestruyen. ¿Cómo se puede gobernar a gente como ésta?




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