La Profecía Rota - Libro 3 de la Saga De Lug

PRIMERA PARTE: El Prisionero - CAPÍTULO 11

Ana vio que los sacerdotes estaban reunidos orando en el salón principal, y se escabulló al área de los dormitorios. En el pasillo que llevaba a la habitación del Supremo, se cruzó con dos sacerdotes. Trató de apretarse lo más posible contra la pared para pasar desapercibida. Lo sacerdotes no le prestaron atención, estaban demasiado preocupados porque llegaban tarde a la meditación. Apenas la vieron cuando pasaron con paso rápido junto a ella. Ana suspiró aliviada y siguió su camino. Al llegar a la puerta de la habitación del Supremo, miró furtivamente a cada lado del pasillo para asegurarse de que nadie la había visto y entró.

   Había entrado cientos de veces a esta habitación para limpiarla... y para otras cosas, pero esta vez era diferente. El solo hecho de saber que estaba allí en una misión ilegal de espionaje le aceleraba el corazón hasta casi hacerlo explotar dentro de su pecho. Tenía que calmarse. Si alguien la sorprendía allí, solo tenía que decir que estaba limpiando. Tenía la excusa perfecta, no tenía por qué estar nerviosa. Aun así, apenas podía respirar por la ansiedad.

Cerró la puerta tras de sí, y sin perder tiempo, se dirigió al escritorio del Supremo. Revisó unos libros que estaban sobre él, pero no encontró nada útil en ellos. A diferencia de la mayoría de los jóvenes de Cryma, Ana sabía leer y escribir. Su madre era la responsable de haberle enseñado. Inclusive le había enseñado el alfabeto del lenguaje de Yarcon y unas pocas palabras en aquel arcano idioma.

Ana fue hasta los estantes en la pared y revisó más libros. Nada. No había nada personal, nada que revelara quién era el Supremo. Cartas, pensó Ana. Tal vez si encontraba cartas dirigidas a él, podría ver su verdadero nombre. Volvió al escritorio y revisó los cajones. Solo encontró papel en blanco y un tintero. En la esquina derecha del cajón, vio una pequeña llave de bronce. Con la llave en la mano, miró en derredor con atención, buscando qué abría esa llave. No encontró nada. Frustrada, volvió a poner la llave en el cajón y lo cerró.

Se agachó y levantó la alfombra que estaba junto a la enorme cama de madera, para ver si había algo escondido allí. Ahí fue donde vio el baúl que estaba debajo de la cama. Miró de soslayo la puerta de la habitación, como para comprobar que nadie la interrumpiría, y luego tironeó el baúl hacia afuera. Cuando fue a abrirlo, notó que estaba cerrado con un candado. Aquel baúl era lo único en toda la habitación que estaba cerrado con llave. Ana estaba segura de que debía contener algo muy importante, algo privado, algo que el Supremo no quería que otros vieran. De un salto, se puso de pie y fue de nuevo a abrir el cajón del escritorio, sacando la pequeña llave de bronce. Si tenía suerte...

Ana introdujo la llave en el candado y le dio media vuelta. Una sonrisa triunfal se dibujó en su rostro al ver que el candado se abría con un clic. Levantó la tapa de madera y espió adentro. A un costado, había una mochila de tela, y a su lado, cuidadosamente doblada, una tela que parecía estar hecha con hilos de plata. Ana desplegó la tela con cuidado y vio que era una capa. Debajo de la capa plateada, vio un hermoso cinto de cuero con incrustaciones de plata. De inmediato, reconoció los símbolos antiguos que formaban tres letras: LUG. Apartó el cinto un momento y hurgó en el fondo del baúl. Levantó con cuidado una magnífica espada envainada. Tenía un sol en el pomo de la empuñadura, y la guarda tenía tallados los mismos tres símbolos que había visto en el cinto. Aquellas eran las pertenencias de Lug. ¿Era posible? ¿Era posible que aquel hombre no estuviera loco? ¿Qué realmente fuera Lug?

Por la forma en que sus cosas estaban ocultas bajo llave, Ana se dio cuenta de que Lug tenía razón. El Supremo conocía bien su identidad y había decidido evitar que otros la conocieran.

El corazón saltó agitado dentro de su pecho cuando escuchó voces en el pasillo. Volvió a meter todo dentro del baúl y lo cerró con el candado a la velocidad de la luz. Empujó el baúl con todo su cuerpo, deslizándolo nuevamente debajo de la cama, y guardó la llavecita de bronce donde la había encontrado.

Parada sobre la alfombra, al lado de la enorme y fastuosa cama del Supremo, Ana esperó, petrificada, escuchando cómo las voces se alejaban por el pasillo. Suspiró aliviada. Decidió que ya había pasado demasiado tiempo en la habitación, sabía que alguien podría encontrarla allí en cualquier momento. Aunque tenía la excusa de estar limpiando, estaba tan nerviosa que no quería arriesgarse a que su voz la traicionara al dar explicaciones a quién la encontrara allí. Tenía que salir de allí.

Fue hasta la puerta y abrió apenas una rendija, espiando el pasillo. Nadie. Salió sigilosamente y cerró la puerta. Cuando se dio vuelta para irse, alguien la tomó fuertemente del antebrazo derecho y la giró hacia él.




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