La Profecía Rota - Libro 3 de la Saga De Lug

SEGUNDA PARTE: El Fugitivo - CAPÍTULO 73

El día siguiente fue peor. Subieron más alto todavía, y el sol parecía no tener intenciones de mostrar su cara, oculto como estaba tras un cielo triste y gris. No tardó en comenzar a nevar. Lug nunca pensó que el frío pudiera ser más intenso que el del día anterior, se equivocaba. Envuelto con su manto de lana y con las pieles que Randall le había facilitado la noche anterior, Lug decidió echarse encima su capa plateada. La capa no abrigaba demasiado pero le servía para mantenerlo seco.

            Nadie hablaba. Todos tenían las cabezas totalmente envueltas con gruesas bufandas con una fina línea abierta a la altura de los ojos para poder ver el camino. La marcha era lenta y hasta los caballos, que estaban adaptados a aquellos climas, flaqueaban. El invierno no era el mejor momento para cruzar la cordillera del Norte, pero la urgencia de las circunstancias no dejaba otra opción. Esperar hasta la primavera hubiera sido demasiado, la reina no podría soportar mucho más.

            Randall y Ana se habían quedado charlando hasta bien entrada la noche, y ahora se los veía marchar abrazados por el amplio sendero congelado, dándose calor, aliento y compañía mutuamente. Lug estaba feliz por ella. Ana merecía encontrar a una persona con la que compartir su vida, y Randall era un hombre honesto, valiente y bueno como no se veían a menudo. Al verlos marchar abrazados, sintió alivio de que al menos Ana no estaría desprotegida cuando él ya no estuviera a su lado.

            Después de varias horas de marcha, pasaron el punto más alto del paso y comenzaron a descender. Las cosas empezaron mejorar cuando la nieve paró de caer y el sol se asomó tímidamente entre las nubes, dando un respiro a los entumecidos viajeros. Aun así, el descenso debía hacerse cuidadosamente para no resbalar en el sendero helado. El Paso Oeste se volvió un estrecho camino de cornisa, rocoso y traicionero, en el que el menor descuido podría llevarlos a una caída mortal de cientos de metros. Mientras Randall protegía a Ana, dos soldados de Aros se pusieron a la par de Colib y Lug para socorrerlos en caso de tropezar en el empinado y desnivelado suelo resbaladizo.

            —¡Miren!— gritó Ana de pronto, señalando con el brazo hacia el noroeste—. ¡Lug! ¡Mire! ¿No es la cosa más extraordinaria que haya visto?

            Lug dirigió la mirada hacia donde ella señalaba. Se quedó maravillado ante el gélido espectáculo. Una imponente cascada vertía su agua al vacío, pero el agua estaba congelada y parecía detenerse en el aire, sin llegar nunca a destino, colgando como miles de agujas blancas. Era como ver el tiempo detenido por el frío. El frígido clima evitaba que la naturaleza siguiera su curso, que completara su ciclo. Ana, Colib y Lug se detuvieron por un momento a observar cómo el sol provocaba innumerables arcoíris en formas diversas, entretejidos en las delicadas agujas de hielo. Aquel fantástico cuadro les hizo olvidar por un momento el tedioso descenso y el hecho de que estaban totalmente ateridos por las bajas temperaturas.

            —Le llamamos Cascada de la Luz— explicó Randall—. En el verano es casi tan impresionante como ahora, el tronar de sus aguas puede escucharse inclusive desde aquí.

            —Un nombre muy apropiado –concedió Lug.

            —Me gustaría poder ver el agua caer en el verano— comentó Ana.

            —Te traeré a verla— prometió Randall. Ella sonrió complacida—. Será mejor que sigamos, todavía nos queda un buen trecho.

            Lug y Colib asintieron y volvieron su atención al sendero, emprendiendo de nuevo el descenso, tomándose de salientes rocosas en la pared de la montaña para ayudarse a mantener el equilibrio. Lug observó que los caballos bajaban en fila con mucho más seguridad que ellos, debían estar acostumbrados a este camino.

            Después de una media hora, Randall anunció:

            —Allá está Aros.

            Lug estiró el cuello interesado. La ladera de la enorme montaña estaba plagada de altos pinos verdes cubiertos con nieve, y más allá, en un amplio y hermoso valle, se alzaba una lomada pronunciada, coronada por una imponente fortaleza de piedra, a cuyos pies se veían innumerables casas también de piedra, todo rodeado por una muralla casi tan gruesa como la de Kildare. Más hacia el este, un gran lago congelado  se destacaba como un espejo gigante, flanqueado por las montañas de un lado y por la ciudad de Aros del otro.




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