La rebelión de las escobas

GUARO

     El relleno municipal, o más bien, el terreno donde vertían la basura. Estaba a las afueras de la ciudad, junto al depósito donde guardaban los camiones, atravesándolo se encontraba una comunidad marginal donde vivían la mayoría de los trabajadores del servicio de limpieza, incluidos los del camión número 3 y 17. Este último, donde se reunieron para degustar el guaro casero que había preparado. 

     La casa de Don Marcos era la más lejana al centro de despacho de los camiones. Podía verse desde la autopista que conducía a la capital, en donde la esposa e hijos de este habían armado un tarantín para la venta de los mangos y las artesanías que Francisco y Javier realizaban. 

     La noche ya cubría el campo de desperdicios donde se arremolinaban algunas viviendas construidas a base de los mismos, que durante años se habían acumulado. La vivienda de Manuel estaba justo donde terminaba el vertedero. Se puede decir que estaba a un paso de vivir en la basura pues sus vecinos, literalmente, viven en ella. 

     —¡Don Marcos! Pensé que ya no iban a venir. 

     —¡Cómo no! Solo se nos hizo tarde, esas cosas pasan amigo. 

     No estaban todos los camioneros, aparte de ellos, solo estaban los del camión número 8 y 5. La casa no tenía cercas, así que todo lo que hacían en el patio podía ser observado por sus vecinos. A un metro de la puerta trasera, estaba el alambique, cubierto por unos pedazos de láminas y cartones gruesos que le hacían las veces de albergue. 

     —¡Cosecha de la semana pasada! —dijo Manuel mientras sacaba una botella de su casa. 

     Uno a uno, fueron probando la ardiente bebida intoxicante que producía, esperaba poder ganar algo de dinero con su comercialización entre los vecinos y estaba usando a sus compañeros de trabajo como prueba de mercado. 

     —¡Cof! ¡Cof! —Francisco se había puesto rojo con la bebida y tocia como su fuera a expulsar las entrañas, era el más joven del grupo y no conocía el licor. 

     No sé si tú hayas probado el licor clandestino, en alguna oportunidad, pero es asqueroso, mi paladar no encontraría diferencia entre una botella de alcohol absoluto y una de ese menjurje clandestino. 

     Algunos vecinos empezaron a llegar, también invitados a probar la bebida que poco poseía de espirituosa. En total, aunado a algún que otro chamo que se acercó a observar la dantesca escena, serian como una veintena los hombres y mujeres ahí reunidos para cuando el efecto alcohólico desinhibió sus lenguas, y empezaron las sonoras y ahogadas quejas contra el gobierno. 

     —¡Somos mierda! —exclamo Jorge, uno de los tripulantes del camión 8—. Eso es lo que somos para este maldito gobierno. 

     — No digas eso Jorge, en todo caso, somos animales de carga —respondió Manuel a lo que todo rieron. 




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