La Sandía

CAPÍTULO XI. LA SANDÍA EXPLOSIVA

Detrás del decaído sofá de la sala la Guanábana había levantado su casa, era el lugar más cercano al refrigerador o más bien, el más discreto, que pudo conseguir entre tanto caos siendo picado por las tropas en la casa. Y aunque esa misma tarde la Granada había exprimido la orden de allanar cada canasta o caja de cualquier fruta o verdura sospechosa, no fue por eso que estaba preocupada.

La caótica decisión de la sandía la mantuvo cortada en las últimas horas, sumándole los estruendos de la tormenta y la tardanza de su compañero, Don Suave Cacahuate, de regresar con la información picante que le había prometido un espía de la huerta sobre el Melocotón y sus misteriosos viajes al gallinero; se le vino a los pinchos que estaba más que hundida y debía de cambiar sus planes por si la sandía se resbalaba con alguna cáscara de plátano y no volvía a tiempo.

Para ese entonces, le había hecho a entender que la apoyaría y por lo tanto, si bastante le interesaba obtener una que otra pista, supo que necesitaba ingeniárselas para tener una excusa para contra-pelar las rabietas del líder de la cocina, si no se reportaba ante cualquier soldado que enviara para velar por ella. Además, nada le garantizaba que el aguacate callara una vez más el comportamiento cauteloso de la sandía durante las madrugadas, estaba más lavada que nunca como para sobornarlo por cuarta vez.

Y a pesar de que la sandía y ella estaban en el mismo cucharón, su única alternativa para que todo fuera directo al grano era prender la hornilla enseguida y pensar tal cual haría el sucio aguacate: de aprovecharse del escándalo y hablar ante los periodistas de la verdad agridulce, para así detener su espectáculo de trasero perdido.

Así que cogió un pequeño palillo de una caja de fósforos a sus espaldas, y bajo la acalorada llama del encendedor empezó a escribir, sin piedad y con pulpa más agria que antes de lo bien pelada que dejaba a la egocéntrica sandía.

«En la dulce noche de la semana pasada, la sandía fue frutalmente rebanada en la tabla de picar...–leía en su mente la Guanábana, pellizcándose los pinchos de su escarpada cabeza por lo extraña que parecía su excusa y aunque fuera parcialmente cierta, no encajaba con el sabor de la sandía puesto que ella sería, más bien, la que ferozmente podría picar cualquiera que con un cuchillo la amenazara. Continuó, conteniendo las risas y el asco–: y tras haberle secuestrado el trasero, fue abandonada a la intemperie con las hormigas y las moscas al acecho. Después de días de estar vagando y suplicando por ayuda –. Se dejó vencer por una carcajada y sin querer puso la hoja de apio cerca de la llama. –, y no recibir una respuesta jugosa de los Pimentones o la Granada, se desesperó y no tuvo más opción que ponerse en marcha para llegar a un trato con la mafia uval de buscar pistas del cortador de su trasero»

¿Qué hubiese sido de la Guanábana si la sandía volvía en la conferencia de prensa y escuchaba todas las boberías que había inventado por ella? ¿Aguardaría por explicaciones o simplemente, se armaría de valor y desataría contra ella sus delgados puños? Prefirió no complicarse más y encerrar cualquier opción necesaria, por si el rencor de las uvas decidía tomarle la cáscara y retrasarla.

Tan solo esperaba que los demás se lo comieran.

Sin embargo, la periodista no estaba tan empeñada en qué convenciera a cada fruta o verdura, ya sabía que era demasiado rancio como para pasar su día exprimiéndose por ello. Nadie iba a olvidar de un día para otro los comentarios groseros de la sandía, siquiera ella podía. Por lo tanto, lo reescribió cuantas veces pudo hasta que sonara creíble para los invitados del Melocotón y si la mismísima egocéntrica lo logró, ¿habría alguna diferencia que ella también fuera capaz?

Justo cuando terminó, la puerta de cartón se abrió con fuerza y el frío de la lluvia se coló de inmediato, apagando la llama del encendedor, dejándola en un panorama oscuro y húmedo. Al instante que giró la ruedita de acero e iluminó de nuevo su guarida de caja de cartón, se percató que su compañero había regresado con una expresión dura y envuelto en una bolsa plástica de jugo a cáscara por lo estremecido del clima, con unas cuantas hojas de apio estrujadas debajo de sus codos.

Apenas se molestó en abalanzarse hacia él y acercarlo al calor, solo lo ignoró por unos segundos y más tarde, fue a cerrar la puerta ajustándola con un alambre que había encontrado en el garaje. Sin importar que siguiera atónito, buscando algún lugar donde caer y sobrellevaba la conmoción.

–Tienes raíz de fruta sembrada dentro de casa, Cacahuate –bromeó ella, estirando sus brazos con pinchos hacia el fuego y observándolo con ojos decaídos. Pensó que el viento lo habría barrido y se atemorizó tanto con los estruendos y la basura que entraba por una de las ventanas, por lo que no podría encontrar las palabras para responder, aunque sonaba ridículo para una fruta que creció en una huerta. Se mordió los labios y prosiguió–: Tenemos más problemas que una simple tormenta...

–Cierto –admitió él, llevándose una mano debajo de su axila y tomando el montón de hojas de apio empapadas, luego las tiró junto al fuego–. Dijeron que no les interesa más el acuerdo –añadió, cubriéndose la cara del desespero. Don Suave Cacahuate era un infiltrado de la casa de al lado, viejo amigo de la Guanábana desde la temprana madurez, y ambos eran sus únicos cómplices en toda la casa.

Él pretendía comprobar la postura del Melocotón con respecto a lo que sucedía detrás en la huerta y que al parecer, se había extendido a varias manzanas. Plagas en la tierra y árboles. Aquel espía aseguraba tener material que vinculaban al líder de la cocina, tanto que les reveló que por eso no permitía que cualquiera fruta o verdura se mudara a voluntad a la cocina, así como también que él había cedido a las hormigas ciertas partes de la casa y estaba perdiendo la batalla contra ellas.



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En el texto hay: humor, crimen, fruta

Editado: 13.07.2020

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