Aquel cono naranja, intentaba hacer girar la pesada llave del lavamanos que tenía a su derecha y después, arrastrar a la desmayada sandía. Ya no respondía para nada y le preocupaba que estuviese malherida por lo sucedido en su espalda, sin embargo, al instante que pudo escuchar el chorro de agua andar sobre el metal, pensó.
¿Si arrastraba a la sandía, aunque fuera lentamente, no le revolvería más los sesos y las entrañas? La edad y los hoyos le hacían fallar un poco la memoria, pero sabía que por dentro esa terca sandía no era más que agua, dudaba en esperar a ayuda, porque quizás, se evaporaría o más caldo de ella saldría y sería cuestión de tiempo que muriese. También desconfiaba de darles señas a los demás que al fondo miraban, todavía seguían alejados y asomándose de forma disimulada, creían que ella no lo notaba.
Todo estaba fuera de las manos de la vieja zanahoria, no había rastro de los pimentones y mucho menos, del doctor Banano en lo que se observaba por la cocina. Podrían haber estado en la huerta del patio, atendiendo a las frutas que fuesen picoteadas por los pajarillos marrones que la sandía siempre veía, desde su canasta de la barra y justo al lado de la ventana.
Además, había quedado ensordecida por el grito que retumbó de su boca, al enterarse que fue picada a la mitad. Para alguien que se cegaba ante lo que se le reflejaba en el cristal de la ventana, la reacción parecía tan natural como para tomársela en serio o si creer que era, más bien, una de sus estrepitosas escenas, al negarse a pensar que sería un favor para ella misma.
La sandía no cabía en las otras canastas, en la cocina todos se molestaban por el trato especial que tenía y siempre protestaban a que le encontraran un lugar fuera de ahí, el Juez Espinaca no quería tenerla de nuevo en juicio y decidió desoír a quienes se quejaban, muchos recomendaban la huerta por el amplio espacio que había entre la grama y tal vez, si hubiese vivido allí, no hubiese sido picada.
– ¡Sandía! –le llamaba, muy angustiada. Muchísimas cosas pasaban por la cabeza de la zanahoria, unas terribles que le revolvían el estómago y le hacían considerar otras, que no eran muy buenas como las primeras. Entre las raíces de su marchito cabello verde, un calor la sucumbía por completo y sin importar cuán fuerte se rascara y se deslizara las hojas para atrás, regresaban hacia su frente causándole más inquietud.
A su izquierda había una opción, en la caja de madera con rayas claras y oscuras, donde varios cuchillos y tenedores se ponían a reposar. Había considerado acercarse e intentar sacar el utensilio que erguía una sombra en el medio, pero siquiera podría brincar hacia la superficie en la que estaba hundida, y tendría que haber alguien que la sostuviese de arriba, para que saliese de un modo más sencillo, sin riesgos a que fuese cortada.
Cuando el resto permanecía contemplándola tan indecisa, dando unos pasos delante y más tarde, regresándose por lo arriesgada que parecía esa idea, quedaron perplejos ante las ojeadas que la vieja zanahoria empezaba a lanzarle a la caja, giraba su cono bruscamente y cabeceaba hasta encorvarse.
Muchos creyeron al instante que quería apiadarse de ella, ponerle fin a aquel sufrimiento de haber sido cortada y de aceptar que moriría por culpa del trasero que ya no tenía. Aun así, cualquiera hubiera cerrado la boca por saber que la sandía a lo largo de la mesa no andaría más y por respeto, aguardarían a que el viento llegase a la huerta para enterrarla y tomar su lugar en la enorme canasta junto a la ventana. O quizás, esa era la percepción que más tensaba en la cocina, a causa de sus comentarios de alarde cada vez que intercambiaba palabras con alguno de sus vecinos, o al momento que hacían reuniones y por la pena a no dejarla sola, acomodada escuchando el choque de las ramas por el viento, la invitaban terminando siempre en lo mismo.
¿Qué hubiese sido de la sandía, si deseaba ser algo diferente a una fruta ovalada que tan sólo criticaba lo que no poseía y admiraba de sí misma? Nadie se atrevía a bajar del refrigerador o brincar sobre los platos para echarle una mano, eso significaría algo para ella sin importar que estuviera inconsciente, porque así entendería que no estaba a salvo y que tarde o temprano, no habría la opción de ser una fruta nueva que le costaba conocer.
La zanahoria tenía un plan que la acabaría por meter en problemas, ante las demás frutas y verduras que alrededor estuvieran, si empujaba la caja y la hacía caer sobre la mesa, para recoger el picahielos que había sido dejado allí por equivocación, en invierno. Los cuchillos rebotaron y a su paso derramaron un chillón eco sobre la sala, todavía era posible oírla si se apoyaba sobre el cristal de la ventana, casi estremeció a todos en la cocina y bastantes rodaron, empujándose para entrar al refrigerador. Allí nada parecía existir.
Editado: 13.07.2020