La Sandía

CAPÍTULO IV. LA SANDÍA BUSCANDO HOGAR.

      Era extraña de comprender la relación que una vez tuvieron la sandía y el Plátano, aunque se conocían desde que ella seguía ligada a la planta que la hacía crecer, después de mudarse a la cocina todo dio un giro precipitado.

      Fue él quien le había conseguido aquella magnífica vista de la huerta en su canasta, y por más inusual que se oyese, ambos vivían en el mismo lugar, sin importar que la sandía ocupara la mayoría del espacio con su antiguo trasero curvado. Para colmo, se guardaba esas quejas de lo apretado que se sentía, para no hacerla deprimir por su gordura, ya que hubo un tiempo en que ella se preocupaba de verdad si su apariencia ponía incomodos, a quién fuese adonde sea que estuviese.

     La sandía pareció haber olvidado todos esos instantes en los cuales el Plátano la halagaba sin parar, durante el desayuno mientras saboreaba la esencia que las flores de la huerta tenían, e incluso justo antes de dormir, para que no se perdiese en la hermosa vista estrellada que la ventana reflejaba cada noche, que le traía nada más que un silencio para darse cuenta cómo lucía también, al fondo.

    Hubo otra cara de ella con la que no se identificaba, la que fue al momento de ser cortada en la mesa, nadie recordaba lo paranoica que evitaba ser cuando una fruta pasaba a su lado, y la rechazaba, apenas sabiendo quién es. O en las ocasiones que murmuraban acerca de su aspecto, en los eventos que un joven Don Melocotón la invitaba para que se adaptara a la vida en la cocina, y nerviosa se volvía. Su esposo la defendía y continuaba bajándole al propio aguacate del refrigerador con un chasquido de lengua, tras unas palabras conmovedoras.

     Ya se pensaba que la sandía no era esa dulce, amistosa y humilde que había cruzado sin cansancio y con una sonrisa alargada, la entrada de la cocina. Más bien, a veces solían charlar de su pasado cuando la reprobaban, dando su paseo mañanero en pantalones de plástico; como si estuvieran viendo alguien completamente diferente. Muchos dudaban si la sandía había crecido mal, por culpa de la mala hierba por el pésimo ardor de labios que quedaba tras unas pocas palabras intercambiar.

     Tan sólo, que no fue suficiente, el esfuerzo que su esposo hacía para verla feliz, ¿habría una fruta y verdura en la casa, que se inquietara tanto como para no dormir y volverse distante por el insignificante espacio que ocupaba, en la tabla de picar? Con el ojo puesto en su cáscara verde, no veía lo sincero que en realidad él trataba de ser, ignoraba muchísimas penas que ella lo hacía aguantar, por el desprecio de escuchar su opinión después de la de los demás, o de ser dura cuando atención le prestaba, o de intentar esperar que alguna vez ella regresara y algo bonito le dijese.

      Todo, quizás, giraba una y otra vez hasta que partía desde el mismo principio, pero con una frialdad tras cada vuelta y un consuelo que jamás convencía a la sandía. Se habría de suponer que algo así sucedería, el Plátano quería poder deshacerse de aquellos comentarios que sus nuevos vecinos, la Guayaba y la Yuca, le repetían cuando su esposa se portaba distinta.

     Pasaba frente a sus rayas verdes, lo que juntos habían vivido antes, y fruncía el ceño para comprimir esas ideas de que había cambiado de opinión, la sandía creía que era tarde para aparecerse y pedir disculpas, con ojos saltones y una delicada impresión de una reluciente cáscara, azotada por la edad; después de haberla abandonado en su canasta y con un legado de deudas con la mafia uval.

–No puede ir a los estantes, ¿cómo hará para subir? –comentó el doctor Banano, aún molesto, a la vieja zanahoria. Entendía que la sandía no sanaría de la noche a la mañana, pero no planeaba dejarse convencer luego de las protestas que las otras frutas y verduras mantenían fuera, para que la expulsasen de la cocina. Su consultorio estuvo vacío, más que las ollas donde hacían la pelea de ajos, y eso le enojaba.

      No encontró otra manera de decirles que se largaran, y que no se notara rudo y mucho menos, poco condescendiente. Pero uno en la sopera pudo saber lo que intentaba decir, por supuesto, la terca sandía.

–Ya basta de rodeos, Banano, iremos a mi canasta –aseguró fastidiada, levantando el brazo izquierdo y maniobrando contra él, empuñó y más tarde, lo colocó dentro de la sopera.

     Su otro brazo se le estremecía, pensaba que estaba dormido y que era una de las secuelas de la operación, aunque no fue así. La manchita se encaminaba en espiral, pero con cautela a que la sandía sintiese algo lo bastante molesto como para zarandear el brazo, daba pasos lentos y se detenía a usar sus antenas y boca para buscar la semilla que en la mesa había tomado.



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En el texto hay: humor, crimen, fruta

Editado: 13.07.2020

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