A veces me pregunto, ¿cómo fue que llegamos a esto? Habíamos conseguido lo imposible. Habíamos conseguido que todas las naciones se unificaran en una sola. Todo Edjhra se había aliado en contra de los demonios.
Y ahora, esa alianza parece decaer. Parece a punto de derrumbarse.
De Sangre y Ceniza: prólogo.
Uno pensaría que, después de viajar por los confines del mundo y haber contemplado más allá de lo que cualquier hombre podría siquiera soñar, la ciudad de Nehit no sería más que la depresión de la arquitectura de antaño, la repulsión hecha ciudad.
Una ciudad que se hallaba gobernaba por tonos opacos y negros, como si siempre estuviera cubierta de hollín y cualquier muestra de color inmediatamente fuera carcomida por esta oscuridad.
Sin embargo, Cather veía maravillas en donde todos veían corrupción y desconsuelo.
No podía negar que los colores fuera de la Tierra Corrompida eran deleitantes, diferentes tonalidades que decoraban el mundo, ciudades que se alzaban en las montañas nevadas o en los verdes campos, incluso edificaciones que se elevaban en grandes islas en el cielo. Allá afuera los colores parecían una representación de la vida misma, una muestra de la divinidad.
Pese a esto, Cather tenía cierto deleite cada vez que visitaba la capital.
No sabía si era por su ilógico y extravagante color negro o por su singularidad y extrañeza ante lo colorido. Pero había algo en Nehit que la embelesaba.
Las altas murallas se alzaban a los lejos; muros sombríos de una desorbitada altitud, que se hallaban resquebrajados, como si el mínimo golpe fuera capaz de quebrarlos. Sin embargo, estas grietas parecían tener cierta luminiscencia negra. Era como si las murallas estuviesen cubiertas de venas brotadas que palpitaban con el cambio de intensidad en el color.
Esta era una de las marcas más claras de la influencia de la Devastación en la ciudad: la causante de su casi destrucción y su actual nutriente de vida.
La Caballera Dragón, Cather, había planeado volver a la capital. Solía hacerlo de vez en cuando, unas dos o tres veces al año como mínimo. El Gran señor y los Hieráticos solían infórmale sobre los eventos u ocurrencias, por lo cual no tenía mucho sentido que ella fuera directamente a Nehit de manera continua, mucho menos que se ausentara allí. Había lugares que necesitaban su presencia con mayor urgencia.
Esta vez tuvo que ir a la capital bajo una petición oficial del gran señor de Sprigont: Lord Haex Stawer.
Jamás imaginó que aquella petición se debería a la muerte del Hierático Zelif.
No.
El asesinato del Hierático Zelif.
Cather había estado eufórica cuando recibió aquella noticia hace ya una semana atrás. Recordó haber cuestionado el porqué de aquel acontecimiento. Incluso llegó a aislarse durante toda una jornada en sus aposentos intentando asimilar lo sucedido. Finalmente terminó partiendo aquella noche, bajo peticiones y suplicas de que esperara a la salida del sol.
—Las noches son peligrosas—le decían.
Cather no espero. No podía esperar más. Tenía que llegar cuanto antes a la capital.
Eso significo que no hubo tiempo de anunciar su llegada como usualmente se acostumbraba con un Caballero Dragón. No hubo el toque de las ocho campanadas, no hubo un tumulto de gente esperando en las puertas de la ciudad proclamando su llegada, mucho menos hubo una doble fila de soldados que conducían al gran castillo de los Stawer.
Solo se veía la negra muralla, las enormes puertas abiertas y los custodios de Nehit. Un paisaje tan desolado como lúgubre, tan solitario como si embargara la pena que sufría ahora mismo toda la ciudad… no, todo Sprigont.
No iba sola, por supuesto. Ningún Caballero Dragón viajaba solo. Cather iba acompañada por sus dos escuderos, dos jóvenes entrenados por el Gran Consejo.
Ambos escuderos resguardaban su espalda: cabalgando tras de ella, siguiéndole el ritmo. Voluth iba ataviado con una armadura negra como el carbón, sus colores y su emblema grabado en su pecho y escudo, correspondían a la fe del Héroe, eran su muestra de lealtad y devoción a la iglesia. Mientras que Kazey portaba una armadura escarlata, tan brillante que parecía absurdo que el metal pudiera brillar de esa manera; era una armadura que la mismísima iglesia de Diane le había concedido por su fidelidad.
Y que Cather estuviese junto a ellos no significaba que todos compartieran las mismas creencias, significaba que la Caballera Dragón trabajaba con un miembro distinguido de cada una de las religiones, que ellos representaban la dualidad y que Cather era la propia imparcialidad de la fe.
Una persona que no servía a Diane y, sin embargo, tampoco al Héroe. Sino a ambos a la vez. Una Caballera Dragón.
—¿Qué significa esto, entonces, Sir Cather? —preguntó Voluth quien no se había animado a dirigirle una sola palabra en lo largo del viaje.
Había sido sensato, Cather no habría querido desquitarse con el muchacho.