Los Rojos insisten en que Diane fue nuestra salvadora. En que no merecimos su favor por haber idolatrado al Héroe, un hombre que luchó por sus propios ideales, que fue un hipócrita que, de algún modo, asesinó a la Campeona, a la Deidad Inmortal, para volverse Dios.
Ellos no comprenden lo que nosotros sí.
De Sangre y Ceniza: prólogo.
Azel estaba acurrucado en un pequeño escondrijo en el lado norte de la ciudad. La habitación, no más grande para que un par de personas entraran apeñuscadas, estaba oscura y del techo goteaba un líquido de extraña providencia.
Había encontrado el lugar de casualidad, cuando huía después… después de lo que hizo.
Y ahora no quería salir.
Los llantos del hombre que había dejado con vida rasgaban sus oídos. Las voces. Las suplicas. La cabeza cayendo…
Temblaba. Azel temblaba y no podía hacer nada al respecto. No era por frío, ojalá así hubiera sido. Le costaba sostener las cosas e incluso mantenerse en pie. El mundo daba vueltas a su alrededor.
El estomagó le gruñía y Azel apenas si lo escuchaba. Era como una molestia distante a la cual había aprendido a ignorar. Había comido, desde luego, sin embargo, apenas si recordaba hacerlo.
Pues las consecuencias de sus actos le abrumaban la mente.
Había ido al velorio, no podía huir de eso. Quería comprobar si sus ojos le habían mentido. Si en verdad había asesinado al Hierático. Aun guardaba cierta esperanza de que no fuera así. Esperanza que se derrumbó cuando vio el cuerpo tendido en el altar.
Pensó que podía aguantar un poco viendo el cadáver. Fue entonces cuando los susurros y las voces agobiaron a Azel. Esa ira hacia los Negros, ese odio y desprecio, como perros rabiosos que querían desencadenar su ira.
Luego vio a Malex, al pobre anciano… al hombre que lo había entrañado. Era un tutor y era su amigo más cercano. Y lo vio sollozando, derrumbado por completo, casi como si él también hubiera muerto.
Y la culpa lo aplastó.
Tuvo que huir de la catedral por la entrada principal, arriesgándose a que alguien lo reconociera, mientras sentía que se ahogaba. Mientras sentía que su mundo se derrumbaba.
«No quería hacerlo… No podía saber que se trataba de él… No tuve tiempo a averiguarlo. Solo seguía órdenes.», pensó.
Ahora sencillamente no quería hacer nada.
Observaba el exterior gracias a un hueco oculto en la pared. Al parecer, Azel se había topado con un viejo escondite de ladrones. No era que estuviera de vigilancia, de hecho, ni siquiera prestaba atención a lo que había afuera. Tan solo quería ver un poco de luz. Sin embargo, hasta esto le costaba hacerlo.
Pues se encontraba agobiado por sus pensamientos.
Escuchaba los susurros atormentarlo. Las voces de la catedral resonaban en su cabeza, culpándolo; los gritos desgarradores, los sollozos de los que lamentaban la perdida lo carcomían por dentro, el dolor de todos los creyentes a los que les arrebató la esperanza. Y el gran odio que iba creciendo gradualmente.
Lo peor de todo era que los susurros tenían razón.
La fe de Diane culparía a los Negros. Y Azel entendía por qué lo harían. Odiaban a los Negros y el hecho de que hubiera gente que adorara al asesino de Diane. No se les haría extraño que un miembro de esta religión, acabara con la vida del Hierático. ¿Quién más lo haría, si no? Después de todo, eran los únicos que no adoraban al portavoz de la Deidad Inmortal.
Los Rojos actuarían. Romperían el tratado de paz y habría muertes. Todo por vengar un asesinato que ni siquiera había sido culpa de los Negros. Y todo… todo por su culpa.
Azel era como la extensa mayoría de personas. No aceptaba que el Héroe, el Dios Negro, tras haber traicionado y asesinado a Diane, hubiera ascendido a la divinidad luego de hurtar su poder. Odiaba y despreciaba lo que había hecho aquel hombre para convertirse en un dios. Pero… ¿en verdad tenía tanto odio como para condenar a todo de inocentes por su culpa?
¿En verdad tenía tanto odio como para causar un genocidio en contra de los Negros?
Por supuesto que no y por eso merecía esta culpa. Este desprecio y este dolor. Merecía todo lo malo que sentía. Merecía incluso la propia muerte.
No, no se merecía un final tan piadoso como aquel.
«Si tan solo hubiera cuestionado un poco a Ziloh…», pensó.
Y sintió un terror envolverlo, un pánico sin igual que le carcomía desde el interior. No tenía derecho a hacer preguntas ni a cuestionar al sacerdote. No podía hacerlo…
—¿Por qué lo hicieron? —gritó una mujer a las afueras de su escondrijo—. ¡¿Por qué lo asesinaron?!
Azel levantó la cabeza al escuchar la voz y sintió un nudo en la garganta.
«¿Por qué lo hice? ¿Por qué lo asesine? Solo seguía ordenes… Lo siento… De verdad que lo siento.», pensó.