Pocas eran las ocasiones en las que el capitán Herrera se había tenido que hacer cargo de un interrogatorio desde que ascendió a su puesto actual – casi todas antes y durante la guerra contra el imperio Ndare –. Después de todo alguien de su rango pocas veces veía al enemigo de frente o peleaba directamente con él. Pero en esta ocasión las cosas eran un tanto diferente.
Los avistamientos repentinos, la señal de auxilio y el incidente con la flotilla que había sido dirigida por Roger habían despertado en él la necesidad de estar involucrado en todo cuanto se hacía para explicar qué estaba ocurriendo.
Por ello, en ese momento, se encontraba camino a los calabozos descendiendo en uno de los elevadores mayores. Se encontraba en el mismo vehículo que normalmente lo llevaba al puente de mando y a su lado, como siempre, se encontraba la imagen de Nemo, pero también se encontraba acompañado de su Tercer oficial.
Para ese momento, ya habían pasado poco más de siete horas desde que las naves enviadas a interceptar a los piratas habían regresado. Y, a lo largo de ese tiempo, el capitán había estado pensando detenidamente la manera en que debía proceder si llegaba a ocurrir algo aún más grabe. De momento, su confiable ayudante ya le había dado un informe preliminar y se había enviado este al comando central para que se decidiera cual sería el curso de acción. Pero, si algo mayor llegara a ocurrir, debería actuar con rapidez.
De momento no tenía planeado alarmar a nadie, ni en el Leviatán ni en los mundos que estaba protegiendo. Pero, aun así, había dado la orden de alertar a los delgados de la población civil de la Colonia, para que estuvieran listos ante cualquier situación. Y aunque no había contactado aún con los otros capitanes de colonia que lo acompañaban, le había ordenado a la flota interna que estuviera lista para salir en cuanto se diera la orden.
Sin embargo, ahora, mientras bajaba hasta lo más hondo de la zona habitable de su colosal nave, quería concentrarse en las preguntas que debía hacerle al único sobreviviente que se encontraba en un estado lo suficientemente estable como para interrogarlo. Y, tal parece, aquel era un varón sumamente joven, que fue encontrado en un estado sumamente lamentable cuando llegaron.
- Nemo, ¿estás seguro de que el muchacho que Roger está interrogando está en buen estado?
- Sí señor. Aunque lo habíamos encontrado casi muerto, es el que mejor respondió al tratamiento en las cápsulas de recuperación acelerada. Ahora mismo está lo suficientemente bien como para hablar e informarnos lo que sea necesario.
- Bien. ¿Sabes si ya ha dicho algo desde que despertó?
- No señor. Hasta el momento el almirante Keyes no se ha contactado conmigo, pero estoy seguro de que será capaz de averiguar lo que necesitemos saber. Pero, ¿está seguro de que es necesario de que usted esté presente en ese tipo de procedimientos señor?
- Sí. No quiero que algo vuelva a pasarse por alto y la única manera en que eso pase es que me asegure por mí mismo. Además, creo tener un poder de convencimiento mayor al de los almirantes...
- Señor, en ese caso, ya me he contactado con los encargados de los calabozos… Ya tienen preparado todo para recibirlo – dijo el tercer oficial, sentado frente al capitán.
- Gracias Michael, pero la escolta no será necesaria.
- En realidad, sí señor, forma parte del procedimiento, como usted sabrá.
- Está bien. Pero solo deseo que haya cinco escoltas… No me agrada ir rodeado por todo un batallón.
- De acuerdo señor, lo comunicaré de inmediato.
Los calabozos a los que ahora se dirigían se encontraban bastante alejados de las demás zonas habitables, por motivos obvios. Pero, además, se encontraban resguardados por un contingente considerable de soldados que hacía de guardias. Estos eran treinta pisos interiores de celdas de cinco por seis metros en las cuales se colocaban cuatro prisioneros juntos. Y, actualmente, había más de veinte mil prisioneros que se mantenía allí, a la espera de un comunicado que ordenara su traslado o a las cárceles al mando de los gobiernos de sus mundos custodiados o a las grandes prisiones federales en las que serían tratados con toda la rigurosidad que fuera posible.
De ese modo, al llegar hasta el piso más bajo al que podía llegar el elevador en el que se encontraban, el vehículo en el que se trasladaba comenzó a moverse hacia adelante al mismo tiempo que la enorme compuerta metálica que le permitía salir se elevaba por sobre ellos.
Fueron cinco minutos más viajando en línea recta, hasta que en un momento el vehículo se detuvo frente a una pared de metal que se elevó después de algunos segundos de espera. Detrás de esta, una compuerta más, aún más grande, se abrió para permitirles la entrada. Y a la vez, una voz electrónica les daba la bienvenida, nombrándolos uno a uno – empezando por el capitán –.
Siguieron el camino, levemente iluminados por lagunas luces amarillentas que se encontraban en el techo del túnel. Y después de otro rato, al final del camino, se pudo ver una luz de mayor intensidad y de tono blanquecino. Allí se encontraba la entrada al calabozo principal de la colonia.
Al llegar, el vehículo se detuvo y abrió sus puertas, anunciando a sus pasajeros que habían llegado a su destino. Y la bajar de este, el capitán fue recibido con la mayor de las atenciones y el debido respeto, siempre saludándolo como se acostumbraba.