La Tríada - Libro 6 de la Saga de Lug

PARTE II: HADAS Y MONSTRUOS - CAPÍTULO 6

El coronel Suarez observó a su pequeño hijo de apenas cinco años, jugando en el jardín con autos y camiones de juguete, murmurando historias inventadas, tan absorto en su mundo infantil que no percibió que su padre lo vigilaba atentamente desde la puerta vidriada que daba al fondo parquizado de su enorme casa.

Después de largos minutos de consideración, el coronel abrió la puerta bruscamente y salió afuera, caminando con pasos rápidos hacia el niño, como si pensara que si no llevaba a cabo enseguida lo que había decidido hacer, se arrepentiría.

El niño levantó la vista hacia él al escuchar la puerta. Notó que su padre hacía una mueca poco natural que trataba de imitar una sonrisa. Aquello le extrañó, pues su padre nunca sonreía, y el estado normal de su rostro era un ceño permanentemente fruncido y unos labios apretados, cuya tensión era acentuada por una mirada dura que no perdonaba el más mínimo error. El hecho de que tenía puesto su uniforme no ayudaba a suavizar la situación.

El coronel era un hombre muy difícil. Sus estrictas reglas habían transformado su hogar en una especie de campo militar en pie de guerra permanente. Su esposa apenas soportaba la convivencia con él, pero le temía demasiado como para siquiera plantear la idea de un divorcio. Así que lo que había optado por hacer era simplemente evitar cruzarse en su camino cuando él estaba en la casa y apartar al niño de su vista lo más posible para que no tuviera motivos para castigarlos.

Por este motivo, el niño veía muy poco a su padre, y su madre le había implantado la idea de que nunca debía molestarlo con su presencia. Al verlo caminar hacia él, el niño se mordió el labio con ansiedad, tratando de decidir cómo actuar.

—Mateo— lo llamó su padre, con voz grave y seria.

El niño se encogió, abrazando sus juguetes como si buscara refugio en ellos.

—Maty— trató de sonar más cariñoso el coronel.

El niño no sabía si contestar o no, por lo que resolvió mantenerse en silencio.

—Maty— volvió a intentar el coronel—, ¿te gustaría ver algo extraordinario?

El niño trató de analizar si la pregunta traía consigo alguna especie de trampa.

—Tengo algo maravilloso, algo que muy pocos han visto— explicó su padre—. Creo que te agradaría mucho verlo.

—¿Qué es?— preguntó el niño, picado por la curiosidad.

—Es una sorpresa— respondió su padre con tono misterioso—. ¿Quieres que te lo muestre?

—Sí— sonrió el niño con los ojitos grandes y ansiosos.

—Ven— le extendió la mano su padre.

El niño dudó un momento, pero luego decidió dejar sus juguetes, levantarse del suelo y coger la mano ofrecida.

—¿A dónde está?

—Un poco lejos de aquí, tendremos que ir en el coche.

—¿Puede venir mamá también?— preguntó Mateo tímidamente.

—No, Maty, esto es un secreto, no lo puede saber nadie más que tú y yo, ¿comprendes?

El niño asintió. Ya estaba acostumbrado a guardar secretos de los adultos en esa familia y no le pareció extraño que su padre dejara a su madre fuera del asunto. Su madre hacía muchas veces lo mismo y lo adiestraba incansablemente para que mintiera a su tirano padre con convicción.

El coronel guió a su hijo de la mano hasta la cochera. Sacó las llaves del coche del bolsillo del pantalón y se dirigió hacia el baúl, abriéndolo.

—Escúchame bien, Maty, en el lugar al que vamos no permiten niños, así que no puedo dejar que te vean. Tendrás que viajar en el baúl.

El niño dio dos pasos hacia atrás, temeroso.

—No tengas miedo— trató de convencerlo su padre—. Mira, he puesto aquí las mantas de tu cama para que no tengas frío y también traje tu oso de peluche para que te haga compañía hasta que lleguemos. Será una aventura, Maty, la aventura más grande que hayas vivido, y luego… luego te mostraré un secreto tan hermoso, que valdrá la pena viajar en el baúl, lo prometo.

Después de un largo momento, el niño asintió su acuerdo. Su padre lo alzó y lo acostó con cuidado en el baúl, envolviéndolo con las mantas.

—Es muy importante que no hagas ruido, Maty. ¿Comprendes? Este es un viaje secreto y no podemos arriesgarnos a que te descubran.

El niño volvió a asentir, abrazando con fuerza a su oso.

—Todo estará bien— trató de tranquilizarlo su padre, al tiempo que cerraba el baúl, dejando a Maty en total y aterrorizante oscuridad.

Sin perder tiempo, el coronel se subió al volante y encendió el coche. Abrió la cochera con su control remoto y partió a toda velocidad.

Después de una media hora, llegó a la locación secreta de alta seguridad en la que trabajaba. El guardia de la entrada lo reconoció y lo dejó entrar sin pedirle identificación. El coronel dio la vuelta por el lado derecho del estacionamiento y se dirigió sin dudar hacia los hangares traseros. Mientras manejaba con cautela, vigilando que nadie en la base mostrara curiosidad sobre su maniobra irregular, tomó su teléfono móvil, tocó el nombre de un contacto y se llevó el aparato al oído.




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